Una de cada mil personas en el mundo padece de talasemia, una enfermedad cuyo tratamiento consiste en frecuentes transfusiones sanguíneas. Edenny Martínez es una de ellas. Durante sus 14 años no ha dejado de ir al Servicio de Hematología del Hospital J.M. de los Ríos. Es testigo de que allí las cosas cada vez son más difíciles. Lo lamenta porque, dice, es un lugar muy especial para ella y para su mamá. Y no quisiera irse.
Carmen Victoria Inojosa
Fotos: Irama Gómez
Me llamo Edenny Martínez, pero me dicen la vampirita. El apodo no me molesta porque mi cuerpo está lleno de sangre de desconocidos. Soy como los personajes de los libros de Crepúsculo, que necesitan sangre para vivir.
Mi mamá me contó que la primera vez que me transfundieron yo tenía 7 meses. Fue en diciembre de 2004, en la emergencia del Hospital de Niños J.M. de los Ríos. De eso han pasado 14 largos años, que es la edad que tengo. Yo no los recuerdo todos, pero mi mamá sí.
Ella, muchas veces, me ha contado que al nacer era pálida, siempre vomitaba y no ganaba peso. Luego de varios estudios, el diagnóstico fue una anemia hemolítica, es decir, talasemia mayor. Llegué al hospital con la hemoglobina en 4 miligramos y en mi corazón se escuchaba un soplo. Mientras más baja la hemoglobina, mayor es el ronquido. Todo eso lo sé porque lo escribieron en mi historia clínica, que es la 297.204. También tengo una cardiopatía congénita y estenosis valvular pulmonar.
Sobreviví y sobrevivo con las transfusiones. Al principio era una cada nueve semanas. Fui creciendo y la enfermedad también. Los médicos comenzaron a citarme cada ocho semanas, luego siete, seis, cinco, cuatro, tres. Debo estar en el Servicio de Hematología cada dos semanas. Por eso estoy aquí.
Me miro al espejo y mi piel está amarrilla; mis mucosas, verdes. Duermo día y noche, aunque me despiertan las taquicardias o el sangrado por la nariz. Me canso al subir las escaleras de mi casa. Si mi sobrino me pide que juegue con él, le digo que no. Sé que puedo tener la hemoglobina por debajo de 7, hasta en 4. Y necesitaría sangre.
Lo siento en mis huesos que se fracturan con facilidad, mis encías sobresalen y la dentadura está deformada. A mi cuerpo la adolescencia ha tardado en llegar. Aunque ya tengo 14 años de edad, mi primera menstruación fue en junio de 2018 y cuatro meses después no ha vuelto. Las doctoras piensan que no tengo buen tamaño, pero mi mamá dice que me veo bien. El estudio de edad ósea que me harán nos los dirá.
Siempre me advirtieron que iba a poder correr menos que los demás niños, bailar menos, comer menos cosas, aunque yo como de todo, corro y bailo. En mi cabeza hay menos cabello: antes lo tenía por la cintura con las puntas enroladitas; pero ya no está, tuve que cortarlo y dejé de hacerme peinados. Se caía a pedazos, sentí que quedaba calva. Me explicaron que posiblemente sea algo hormonal o un efecto secundario de la anemia. Hoy estoy más tranquila porque al menos ya me puedo tejer algunas trenzas.
Mi abuela dice que todo lo que sucede es cosa de Dios y que él tiene un propósito con cada uno, que si me mandó con esta enfermedad es por algo. Todavía no sé cuál es el mío, solo me adapto. Tengo y siento muchas cosas, pero no miedo a la muerte.
Hace unos años me contaminaron de hepatitis C con una transfusión, ahora debo cuidar aún más el hígado. Con el tiempo aprendemos a ser fuertes y yo lo aprendí siendo talasémica. Eso también me lo enseñó mi mamá. Ella estudió enfermería por mi situación. La recuerdo escuchando a los médicos hablar de mis diagnósticos, preguntando, preguntando, preguntando. Quería entender, entenderme, y lo hizo. Desde entonces no tengo temor a las transfusiones, a las agujas, a los médicos.
Mi mamá tiene una talasemia menor, pero no es como yo. Ella y mi papá son portadores del gen. No lo sabían, mucho menos que era algo hereditario, hasta que nací yo el 8 de mayo, precisamente cuando se conmemora el día mundial de la talasemia. Ellos han leído mucho y yo también. Sabemos que una de cada mil personas en el mundo es talasémica y en Caracas vinieron a unirse dos: ¡mis papás! También sabemos que la enfermedad predomina en el Mediterráneo, en los países asiáticos y en la raza blanca. Es una herencia de mis antepasados alemanes y españoles. No me dejaron nada bueno, sino una enfermedad. Fue una lotería y me tocó a mí. Mi hermano es sano y mis dos hermanas son portadoras. Así nos mandó Dios.
Mi mamá sigue investigando, se une a grupos de Facebook para ver cómo viven los adultos enfermos con talasemia mayor. Creo que a ella, como a mí, le preocupa cuando cumpla los 18 años. Tendremos que dejar el J.M. de los Ríos y no nos queremos ir. Le he dicho que me haré la loca, porque si dejo de venir me sentiría rara.
Aquí, en el Servicio de Hematología, el silencio y el frío me aburren. Solo estoy yo y otros dos niños que duermen en un sofá. Somos los únicos pacientes que atienden en esta mañana porque las enfermeras están de paro.
La doctora Bianca ya me examinó. Leo los papeles que me entrega: tengo la hemoglobina en 7.5 miligramos, me mandó a tomar ácido fólico por un mes, Exjade para reducir el hierro, un examen para medir la ferritina en la sangre y una química sanguínea.
La doctora insiste en los dos últimos estudios. Es que mi mamá no ha tenido el dinero para pagar la ferritina este año. La química me la hicieron hace cuatro meses, pero lo ideal es que sea cada mes. Hubo un tiempo en que un laboratorio patrocinaba a los niños de aquí, entonces nos enviaban a una bioanalista y ella nos hacía los exámenes.
Pienso que en mi cuerpo suceden tantas cosas, pero en el hospital también.
Me toman una muestra para preparar mi sangre con genética. Alguien grita: “¡No hay genética para Edenny!”. Debido a tantas transfusiones mi genética se modificó. Mi tipo de sangre ya no es ni “A”, ni “B” ni “O”. En mis brazos tengo callos de tantas agujas, es la prueba de que luego de tantas transfusiones perdí el factor. La sangre que recibo ahora es sangre universal: O negativo o B negativo. Pero deben prepararla, o sea, analizar una sangre que sea la más parecida a mis fenotipos. Eso es la genética. Me lo han explicado y ya lo sé.
Como hoy no hay, será otra semana sin transfundirme. Lo lamento. Me doy cuenta de que ya tengo 15 días esperando y la hemoglobina bajando. Esperar y esperar a que llegue la sangre y regresar a la casa sin ella. Mi mamá me pide que me ponga en los zapatos de las enfermeras y las doctoras: me dice que ella también es enfermera y entiende las carencias que hay en los hospitales.
Si me transfundieran, el color de mi piel sería rosadito de nuevo, ya no estaría verde ni amarilla. En el liceo no me dirían zombi y camaleón, no tendría que agarrarle el compacto, el rubor y el rímel a mi mamá para cubrirme la cara. Podría salir de mi casa.
Antes no era así. Las cosas eran más fáciles. No sé en qué momento cambió todo. Escucho que es por la economía del país. Recuerdo cuando venía a las consultas, me daban mi orden de estudios, me hacían los exámenes, pedía la siguiente cita y me transfundían. No era tan difícil. Ahora pocas veces hay reactivos, serologías, entonces mi mamá me lleva a otras clínicas en las que a veces tampoco tienen, o donde los exámenes suben de precio.
Este año casi nunca ha sucedido que me consigan las dos bolsas de sangre seguidas que necesito cada 21 días. En ocasiones, mientras buscan la segunda, ya la hemoglobina ha bajado a 5 o 6. Con las transfusiones me he mantenido estable, pero estos meses han sido fatales. Mi mamá me dice que el Banco Municipal hace lo que puede y que una de las causas es que las personas no tienen la costumbre de donar sangre. Otra es que no hay reactivos para preparar la genética.
El Servicio de Hematología se ha vuelto más chiquito. En algún momento tuve un cuarto y había un televisor. Todos los niños tenían el suyo. Ahora tenemos que estar juntos y cuando somos muchos, nos toca estar parados o sentados mientras nos transfunden. Antes también esperaba, pero había una maestra con la que uno no se aburría tanto. Ella nos ponía a dibujar y jugaba con nosotros. Un día se fue y ya no la vimos más. Las enfermeras se han ido del país y otros compañeros han muerto.
Teníamos hasta platos inmensos de comida. A veces traen arroz solo y cosas así. Yo prefiero esperar a llegar a la casa y comer. Me gustaría que el hospital estuviese mejor, es un lugar especial para mí y mi mamá.
Gracias a mi enfermedad, he conocido a muchas personas que ahora son importantes para mí: la doctora Bianca y la jefa de enfermería que se llama Karina. Nino, el payaso, también. Él nos llena de alegría los martes. También mi amigo que tiene lo mismo que yo y su mamá, que cuando no vienen hacen falta. Viven lejos, en Anzoátegui, y se quedan en mi casa. Hablo más con ellos que con mis amigos del liceo. Les cuento que me gusta dibujar, que quiero ser youtuber, y que podría estudiar enfermería, porque ya sé cuándo me están tomando mal la vía.
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