Como enfermera, Gledys Briceño está en la primera línea de fuego de la crisis hospitalaria. Pasa más tiempo en el hospital José Manuel de los Ríos, adonde ha transcurrido buena parte de sus 60 años, que en su casa, en Valencia, estado Carabobo. En el pediátrico la conocen como “el yelco de oro”. Esta es la historia de una guardia nocturna suya.
Florantonia Singer
Fotos: Vladimir Marcano
La antesala es un pasillo opaco de cubículos sin camas, alumbrado con pocos bombillos. Las paredes muestran las entrañas de las tuberías de oxígeno que alguna vez respiraron e hicieron respirar. Hay dos baños con un letrero que impide usarlos por falta de agua. Al fondo, un corredor oscuro conduce hacia otras áreas abandonadas; a la derecha la puerta se abre y aparece la pequeña sala del Servicio de Cirugía Menor del Hospital José Manuel de Los Ríos.
Paredes verdes bien pintadas, cenefa de animalitos. Tiene un ventanal de comunicación por el que llegan los ruidos de la Emergencia. No hay cirujano. Ni adjunto. Ni residente. Nadie concursó para esos cargos. Es el lugar de las caídas de la bicicleta, los puntos y las fracturas. Hay dos camillas con tela quirúrgica azul que nadie cambia, una caja de RCP dañada, otros equipos que parecen en desuso, unos envases con pocas agujas, un frasco de algodones, otro de alcohol, y una lámpara quirúrgica. Gledys Briceño está sentada ahí, pétrea y rolliza, como una Venus de Willendorf bajo la luna, pero de blanco enfermera, con zapatos tipo crocs.
—Este es mi reino —dice.
Es sábado y la guardia nocturna comienza como siempre. O más bien continúa. Gente agotada que espera ser atendida desde la mañana, con un sopor que solo interrumpe la llegada de una urgencia más escandalosa que las suyas. Gledys se cruza con todos en la diminuta puerta que queda abierta de noche, controlada por dos vigilantes enchaquetados.
A Gledys nadie le entregó guardia esta noche. No hay novedades en el libro. Esta noche no está relevando a nadie. Nadie fue atendido en el turno anterior. Es un reino sin súbditos, en un hospital desolado, en un país en estampida. Ella lleva 12 años ahí desde que le operaron las rodillas y la condenaron a una especie de banca hospitalaria, por la imposibilidad de correr de un lado a otro. Una dificultad que es casi imperceptible, porque igual lo hace.
—¿Briceñito, estás ahí? —preguntan desde el pasillo. Así es que comienza su guardia de favores.
—¿A ver si me puedes hacer el favor de ponerle la vía a un bebecito, que al pobre no se le ha podido poner tratamiento? —entra preguntando azorada una compañera desde la Emergencia, con los guantes puestos.
—Tráigamelo, pero si no la consigo en el brazo se la pongo en el pescuezo —advierte Gledys, seria, con su acento andino, en un regaño al que se le asoma una risa.
A los minutos entra la enfermera con una cajita de llanto de un mes de vida. Le da el parte a Briceño: llegó con un escalofrío que se volvió fiebre, con VDLR en sífilis a descartar. La desnutrición también está en su acta de nacimiento, una condición que vuelve huidizas las venas, como muestran el puñado de cicatrices de pinchazos infructuosos. Ha pasado horas sin tratamiento por la dificultad de ponérselo. Como toda una veterana en lo que técnicamente llaman “difícil acceso venoso”, Gledys examina al bebé bajo la lámpara. La mamá y sus angustias se quedan afuera.
Actúa como una científica. Toca los pliegues, dobla las articulaciones para que aparezca algún hilo por donde comenzar. Descarta los brazos. Prepara la aguja y con precisión encaja el yelco en el cuello.
La noche continúa.
Al siguiente bebé le dieron matica de acetaminofén, suero de zanahoria y lo llevaron a un CDI antes de traerlo al JM de los Ríos. Tiene una diarrea que lo está disolviendo. El mismo protocolo. Abuela afuera. Gledys examina brazos y piernas. Otra enfermera la ayuda inmovilizando al pequeño. Caza una vía y coloca la aguja para empezar a hidratarlo. No ha pasado una hora y entra una mamá y, por debajito, como seguramente le recomendaron, le pide otro favor. Que su hijo tiene tres días sin tratamiento, que le dijeron que ella podía ayudarla, que la enfermera de piso está sola y no puede bajar.
—A ese niño lo puyaron todo el día, pero con el único bombillo que tenemos arriba no se iba a poder —comenta una compañera que visita a Gledys. No hay más opción para el niño con hidrocefalia que poner la vía en el cuello.
—Se la cuida, ¿oyó? Haga que le dure —le advierte a la jovencísima mamá que sale dando brinquitos.
A principios de los años 50, la misma década en la que nació Gledys, el médico mexicano Fernando Vizcarra inventaba el yelco en Cuernavaca. El objeto se convirtió en el sustituto de la dolorosa aguja hipodérmica, no la de Laswell, sino la que se usaba desde hacía un siglo atrás para administrar medicamentos, y que mantenía a los enfermos inmóviles, incómodos y con el riesgo latente de una perforación venosa. Si los médicos están para aliviar el dolor, también lo están para hacer algo por el dolor evitable. Dicen que esa fue la motivación del inventor en algunos de los obituarios de Vizcarra disponibles en Google.
La causa de Gledys son, precisamente, los niños “archipuyados”: los casos difíciles, los que ya no quieren sufrir más. A ellos los aborda con un cintillo de orejitas brillantes de conejo para distraerlos. Y con su precisión forjada en 25 años de experiencia. “No regalo sonrisas, nada de papito, mamita o diminutivos”, dice.
La vena es blanda y la arteria es dura y puede confundirse con un tendón. Ese es el principio general que guía el trabajo de Gledys. Primero hay que hacer una palpación, luego visualizar. La anatomía que está en los libros no siempre está delante del enfermero. Los pacientes nefríticos, los que tienen síndrome de Down, cáncer o algún problema neurológico, tienen un mapa particular de venas, explica en una pausa de la guardia. “Si no palpas, no puyes”, es el mantra de Gledys, que ha puesto vías hasta en la barriga.
Llegó al JM de los Ríos en 1988 como auxiliar de enfermería y en 1993 consiguió un cargo fijo. Recuerda que le hicieron una prueba y no supo responder el nombre científico de la polio. En ese tiempo las licenciadas administraban tratamiento y las auxiliares hacían todo lo demás, eran las que más trabajaban.
—Cuando había que preparar la bandeja de paro, siempre preguntaban por la graduada.
Supo entonces que debía estudiar. En las mañanas iba a Los Teques, a un instituto, a sacar el técnico y en las noches trabajaba. Luego, sin dejar de trabajar, obtuvo la licenciatura en San Juan de Los Morros. Se graduó en 2007. Gledys se siente parte de una casta de enfermeras que ya no existe. Una vieja guardia formada en otro tiempo, en otros hospitales en los que, asegura, la profesión tenía más valor. Ella no solo tiene las credenciales de sus estudios, sino también goza de la autoridad que le da ser la encargada de las venas difíciles y haberle cambiado los pañales a la mayoría de los médicos que quedan en el hospital.
—Un médico sin enfermera no es nada —dice.
Enfermera dinosaurio, le dijeron una vez.
—Si no agarras una buena vía un paciente se te puede morir. Para dosificar, yo todavía saco mi regla de tres. A nosotras nos enseñaron que si viene uno convulsionando, hay que darle la primera dosis de contención, mientras el médico llega, que si el paciente chupetea o se escucha algo es que está mal intubado. Éramos enfermeras de Chicago Hope, alimentábamos por sondas nasogástricas, podíamos sugerir cosas al médico. Ahora solo cumplen indicaciones, hay más vigilantes que enfermeras en los hospitales y por eso quieren salir de nosotras con la gente de la chamba juvenil.
Muchas cosas han quedado atrás para que Gledys Briceño esté ahora en el piso 9 del Hospital JM de los Ríos, donde están las residencias del personal, en la cama de abajo de la litera que está entrando a la derecha, mostrando con orgullo y ojos aguados su “yelco de oro”. Es una aguja descartada cubierta con escarcha dorada que le entregaron sus compañeras el 1 de junio de 2019, cuando cumplió 60 años.
El yelco de oro lo guarda en su locker asegurado con tres candados. Allí tiene pegado un dibujo de Candy Candy que le hizo otra enfermera. El yelco de oro, como también le dicen a Gledys, está en una cajita de cartón, envuelto en papel periódico y lleva este mensaje: “Lic. Gledys Briceño. Grupo II. Por tu valiosa contribución, dedicación a los niños, niñas y adolescentes con gran cariño. Por tu gran compromiso institucional, sensibilidad y empatía con tus compañeros”.
—Soy enfermera desde que tengo uso de razón. Mi mamá murió en un accidente y mi papá no aguantó la noticia y se envenenó, pero no se mató, sino que quedó en silla de ruedas, neurológicamente mal. Ahora que estudié puedo decirlo, en aquel tiempo decía que estaba loco.
Quedaron cuatro hermanos solos, sin papá ni mamá. Gledys estuvo interna muchos años en el asilo de huérfanas María Auxiliadora de Cordero, en San Cristóbal.
—Cuando salía de vacaciones, las monjas me llevaban a sus casas para que limpiara. Como cachifa. Cuando salí de ahí, mayor de edad, no estaba preparada para un mundo así. Me he casado dos veces y dos veces he fracasado. El primer divorcio fue una estupidez. Estaba yo en una guardia, llega una mujer pariendo, la veo y siento algo raro. La atiendo, nace el niño y cuando aparece un familiar era mi marido, que era el padre.
Eso fue un viernes. El lunes fue a los tribunales a divorciarse.
Siguió trabajando y por eso siente que se perdió los momentos más bonitos de Alexander y Angélica, sus hijos.
—Una vez los llamé a botón y les pregunté por qué no me trataban si yo siempre les dejaba una arepa enchumbadita de CheeseWhiz, cada vez que tenía que trabajar, de noche o de día. A veces me los traía y los escondía en la residencia. Ellos contribuyeron a que yo siguiera adelante, porque después me dijeron: “No, mamá, no me quejo, usted siempre estuvo trabajando”. Pero ellos nunca perdonan, sienten que quise más el hospital que a ellos.
La semana de Gledys parece tener más de siete noches. Hace guardias en el JM de Los Ríos y en la Emergencia del Hospital Clínico Universitario. Lo que gana en cada lugar se esfuma con los descuentos. Un día se le fue casi un tercio de su sueldo en un corte de cabello para sentirse mejor. Trabaja corrido para acumular días libres que le permitan “pasar revista” en su casa en Valencia. Hay veces, la mayoría, que no llega a casa, sino que atiende a pacientes por fuera, que le pagan prestándole la lavadora para ponerse al día con su ropa sucia o se queda en la residencia del JM así no tenga guardia: su selfie de perfil de Whataspp es ahí, en ese cuarto. Es una nómada con su bolso con ropa y sábanas, como casi todas las enfermeras del hospital de niños. Entre ellas forman una cofradía de solitarias.
Este sábado, después de colocar tres vías, subimos donde Berta y Arelis, que estaban en el Servicio de Infectología con cuatro niños a cargo. Gledys me insistió en presentarlas. Son de otro batallón distinto al de ella, aunque todas libran una guerra en los hospitales donde las noches se hacen más largas sin agua que tomar ni nada qué comer, con muchas menos dotaciones de insumos, porque lo que hay queda resguardado, y muchísima más soledad.
Durante algunas noches solo hay ocho enfermeras para todo el hospital. En Caracas, la mitad de las enfermeras se ha ido, ha denunciado el gremio. El déficit de enfermeras está relacionado directamente con el aumento de la mortalidad en hospitales, reveló en 2017 un estudio de la Universidad de Philadelphia.
—Ellas son las enfermeras de piso, las que se quedan solas —dice Gledys. Son las primeras que corren a atender a un paciente cuando se desestabiliza, cuando el médico no está, cuando la madre entra en crisis.
Berta llevaba una bata blanca encima de su uniforme. Debería tener una cobertura especial para evitar contaminación, pero ella viste una bata descartable a la que le ha sacado vidas extras lavándola en casa. Tiene 49 años y una pata de sus lentes rota.
—Antes éramos 8 o 10 por servicio, ahora solo quedamos 2 por guardia y nos toca salir adelante como si estuviéramos en una guerra. Todos los días sabemos de alguien que se fue, la sobrecarga de trabajo es insoportable y los sueldos nos tienen en pobreza extrema. Estamos cansadas.
No tuvo hijos.
—¿Para qué? Con tantas enfermedades que uno ve, con qué dinero.
Tampoco tiene pareja. Arelis, de 36 años, tiene esposo y un perro.
—Cuando sales de la guardia, te conviertes en una visitante en tu propia casa —dice.
—Estamos rodeadas de soledad —agrega Gledys.
Alguien menciona que la noche está buena para un despecho. Se ríen. La conversación se convierte en un inventario de soledades. Hablan de Marta, que pasó toda la vida en el hospital y murió ahí de un cáncer de seno.
—¿Recuerdas a la que trabajaba con bastón?
Nombran a Gladimir, un enfermero que, según contó Gledys, nació en el hospital, se casó con una trabajadora del hospital, se separó y terminó suicidándose ahí mismo. Aparece en el relato Judith, “la señora de las bolsitas”, otra enfermera veterana, también abogada, que sobrevive su vejez entre el JM de los Ríos y el Domingo Luciani.
Días antes, cuando Gledys me mostró su cuarto en el hospital, se la encontró con una bata de paciente limpiando el baño de la residencia.
Gledys está en edad y tiempo de jubilarse, pero cuando lo dice los ojos se le inundan y seguramente detrás del dije en forma de electrocardiograma que lleva en el cuello se le anudan los miedos.
—Yo sé que uno tomó la decisión de tener este oficio, que lo escogimos y nos apasiona, pero la verdad es que si me quitan el traje de enfermera solo quedan soledad y achaques.
Después se va a continuar con la guardia. La guardia que nadie le entregó. Seguramente más pacientes necesitarán de la precisión del “yelco de oro”.
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Quien conoce a la Lic Briceño, como a mi me toco conocerla como enfermera mie tras yo hacia mi posgrado de Obstetricia y Ginecologia en el Hospital Universitario de Caracas; saben que detras de ese rostro hay humanidad de sobra! Es de la duras! Siempre sera “la jefa”. Briceño gracias por tanto.
Dra. Caryna Rodriguez Sandoval
Gracias por tanto!!!! Como ella pocas!!!
Tanta vocación que vale oro!!! Gracias por tanto