Es uno de los cuatro neurocirujanos pediátricos con los que cuenta el J.M. de los Ríos. Son tan pocos porque las últimas promociones que han egresado del único postgrado de esa especialidad que hay en el país y que funciona en ese hospital, han migrado íntegramente. Ante las carencias de recursos del centro médico, Edgar Sotillo —quien además de médico es escultor— usa la creatividad para tratar de resolver felizmente los casos en un área donde la mayoría son complejos.
Milagros Socorro
Fotos: Vladimir Marcano
El doctor Edgar Sotillo escucha la pregunta sin inmutarse. Observa al interlocutor con expresión serena. La claridad de su mirada y la pulcritud de su persona y modales abonan a su credibilidad. Puedes estar en desacuerdo con el doctor Sotillo, pero jamás dirías que miente o se conduce con dobleces. La leve sonrisa, que permanece en su cara aún cuando el planteamiento es de vida o muerte, revela su aplomo y la franqueza con que enfrenta la realidad. Jamás va a tomarse en broma un asunto crucial, pero tampoco lo verás haciendo aspavientos o enunciando frases sentimentales sobre lo que ya es por sí un drama. Está acostumbrado al dolor y a las peores noticias.
—En el hospital J.M. de los Ríos, ¿ha muerto algún niño por falta de personal, médico o paramédico, o de insumos y medicinas?
Acepta la pregunta y se sabe que responderá con la verdad.
Su voz sorprende. El doctor Sotillo lidia con unos kilos demás. Visto a cierta media podría decirse que es un gordito. Seguramente afable y risueño, pero cuando habla parece que tuvieras delante a un actor de carácter. Es locutor certificado por la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela, donde, por cierto, se ha pasado más de la mitad de la vida.
—Edgar Luis Sotillo Roque, deja ese juguete en paz, ¿o es que quieres destrozarlo también? —le dijo la madre con los dientes apretados. Pero ya era tarde, con la última embestida el carrito quedó despanzurrado y las piezas regadas por todo el salón. Y ya el niño estaba saltando sobre el reguero en busca de otra actividad u objeto que lanzar contra el suelo.
Era su manera de jugar. Con el agravante de que aplicaba el mismo tratamiento a los juguetes propios y a los ajenos. Los hermanos estaban hartos y cada día esperaban a que la madre llegara del trabajo para ponerle las quejas de Edgar. Como ella era maestra de escuela, sabía que hay ocasiones en que las cosas se les van de las manos tanto a los padres como a los docentes.
—¿Por qué no prueba a darle juguetes para armar, cosas que él pueda hacer y, sobre todo, deshacer? —sugirió la sicopedagoga.
Santo remedio. De vuelta a casa, la madre se detuvo en una tienda y le compró la primera caja de cubos y una docena de barras de plastilina. Nunca más tendría las manos quietas el muchachito. Por el contrario, desarrolló una excepcional habilidad manual. De los juegos para armar y las figuras con plastilina pasó a talleres infantiles de artes plásticas.
El doctor es escultor, tiene un taller de artista en su apartamento en Caracas.
Nació en Maturín el 9 enero de 1969. Viene, como él mismo dice, de “una familia bien estructurada”. Papá, mamá, tres hermanos. El padre era técnico superior en Sanidad. Trabajaba en Malariología como inspector sanitario. Todas las semanas se iba de Monagas a Delta Amacuro a hacer fumigaciones. Y en los fines de semana, cuando regresaba en casa, se llevaba a sus hijos de paseo y pasaba muchas horas con ellos. Los hermanos eran muy unidos. Dos mayores, uno que ahora es ingeniero y la otra, profesora universitaria, y un hermano menor, Wilmer, que en la madrugada del 1ro de enero de 1996, cuando tenía 20 años, salió de su casa para ir a darle un abrazo de Año Nuevo a su novia y no llegó. Un conductor borracho se lo llevó por delante. Edgar tenía 21 años y ya estudiaba medicina. Se había graduado de bachiller a los 15 años, en julio de 1984, y en septiembre de ese año ya estaba en la Escuela de Medicina de la UCV.
Recién llegado de Maturín vio en el periódico un anuncio de los talleres de escultura de Daniel Briceño en el Museo de Arte Contemporáneo. Por cuatro años asistió todos los sábados al curso. En esa época hacía las piezas anatómicas en arcilla. En la actualidad hace escultura con integración de materiales. Llegó un momento en que las obligaciones de la carrera le impidieron continuar y entonces optó por los talleres vacacionales.
En 1994 recibió el título de médico cirujano. Se graduó con 18 puntos de promedio. En medicina, cuando un bachiller culmina sus estudios con buenas calificaciones, escoge dónde cumplirá su servicio rural. La mayoría opta por ciudades grandes. Pero el doctor Edgar Sotillo se fue al remoto estado Delta Amacuro. Había estado allí cuando su padre trabajaba por esos predios y lo recordaba. No se quedó en la zona urbana. La mayor parte del tiempo estaba en las poblaciones indígenas. Estuvo un año allí y todavía lo recuerda como una experiencia maravillosa.
De regreso a Caracas, ya con su “artículo 8” (la rural cumplida), quiso inscribirse en el posgrado de neurocirugía pediátrica, pero como faltaban unos meses para que empezara, optó por seguir otro programa.
El doctor es emergenciólogo. Se recibió en 1998.
Después de dos años en México, donde siguió un curso medio de neurocirugía pediátrica, entró al posgrado de neurocirugía pediátrica en el Hospital de Niños “Dr. José Manuel de los Ríos”. Y cinco años más tarde obtuvo su diploma. Entró en el 99 y salió en 2004. Ya podía regresar a Maturín, su tierra, donde no había servicio de neurocirugía infantil. Pero en el J.M. de los Ríos le ofrecieron ser adjunto docente (Especialista II) del Servicio de Neurocirugía Pediátrica, puesto que ejerció desde 2005. Entre 2007 y 2013, fue coordinador hospitalario de trasplante y asesor médico del Sistema de Procura de Órganos y Tejidos de la Organización Nacional de Trasplante de Venezuela. A partir de 2007 es coordinador docente del posgrado de Neurocirugía Pediátrica de la UCV con sede en el J.M. de los Ríos.
El doctor es una eminencia.
—Soy un mal necesario —dice con aire de quien bordea un secreto.
Es posible que se refiera a hechos como el ocurrido en diciembre de 2018 cuando un grupo vinculado a las autoridades sanitarias del gobierno central fue al hospital a entregar regalos a los pacientes.
—Ojalá la niña tenga vida para disfrutar ese regalo —dijo el doctor Sotillo parado en la puerta de la habitación. “Un regalo que, por cierto, ella no necesita. Por lo menos, no tanto como una tomografía… pero aquí no hay tomógrafo”. Se refiere al J.M. de los Ríos, donde funciona el único posgrado de neurocirugía pediátrica de todo el país, con cuatro neurocirujanos. “Apenas”, subraya el doctor Sotillo. Según sus cálculos, de todos los egresados del posgrado, desde su fundación en 1982, solo quedan 10 en el país. “Se han graduado 30, algunos murieron o se retiraron y el resto emigró”. Las últimas promociones íntegramente se han marchado al extranjero. El posgrado forma especialistas para que presten servicios a otros países, de manera que en el J.M. siguen los mismos 4 en el servicio de neurocirugía. La plantilla médica del centro hospitalario incluye 20 jubilados, todos de más de 70 años de edad, que siguen allí, trabajando en distintas áreas.
—Al J.M. llega todo lo que nadie quiere —dice mientras busca en su teléfono la imagen con la que ilustra su afirmación. Se trata de una niña cuya cabeza ha quedado deforme ante el crecimiento de un tumor del tamaño de una toronja. La excrecencia creció tanto y con tanta fuerza que traspasó el cráneo y rompió la piel. La imagen es indescriptible. Horrible. Con esa protuberancia, toda irrigada de venas azules, la pequeña fue enviada de su Cojedes natal a Portuguesa, de ahí a Maracay y de la capital aragüeña al J.M. de los Ríos. “A mi consultorio”, especifica el doctor.
El hospital, según la descripción del doctor Sotillo, es la ensenada donde van a recalar los naufragios. Eso, muy lejos de desanimarlos, supone para los médicos un reto.
—Jamás rechazamos a un paciente, por mal que llegue. No nos rendimos antes de tiempo. Y siempre podemos hacer algo, porque cuando no está en nuestra manos salvar o prolongar una vida, aún podemos acompañar, consolar, aliviar a los niños y a sus padres.
Esa determinación se ve asediada por las carencias del hospital. El doctor Sotillo explica que, como especialidad quirúrgica, los médicos tienen que “alinear muchos planetas” para llevar a un paciente a quirófano y a una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
En el J. M. de los Ríos los quirófanos no funcionan en su totalidad. Y además, hay un solo anestesiólogo. Si otros servicios tienen casos, el doctor Sotillo no puede operar porque el anestesiólogo de ese día ya está ocupado. Y si sale una emergencia, también se queda sin anestesiólogo, que es uno por día y con muchas solicitudes. También depende de que haya personal de enfermería suficiente. Así como hay pocos médicos, en el J.M. también hay escasez de personal paramédico. Debería haber cuatro enfermeros por quirófano, pero la realidad es muy distinta. En ocasiones, se suspenden operaciones por falta de ellos.
Pero supongamos que hay anestesiólogo y enfermeros suficientes, ahora hay que asegurar de la disponibilidad de fármacos anestésicos, que en la actualidad están muy escasos. Están el quirófano, el anestesiólogo, los cuatro enfermeros y el medicamento para anestesiar al paciente, pero entonces falta la reserva de sangre necesaria (que depende del Banco Municipal de Sangre). A veces el ascensor se ha dañado y no se puede subir al paciente hasta el piso 7, donde está el área quirúrgica. O puede no haber cupo en la UCI para el manejo posoperatorio. Y hay que cruzar los dedos para que los servicios de agua y electricidad estén operativos, lo que no siempre es así.
—En suma, operar a un paciente es casi un milagro. Una hazaña. Los que nunca faltan son el paciente y el neurocirujano. En el quirófano puede faltar instrumental quirúrgico, porque se ha dañado, deteriorado con el uso, porque le faltan repuestos, pero nos obligamos a ser creativos y nunca hemos dejado de operar por falta de instrumentos.
Cuando Edgar Sotillo habla de creatividad se refiere, por ejemplo, a usar un Dremer, taladro de ferretería, para lijar tumores óseos porque el craneotomo, que es el instrumento diseñado y construido para quirófanos, no está disponible en el J.M. de Los Ríos. Y así ocurre con muchos aparatos. Se necesitan varios antes de llevar un paciente a la sala de operaciones: radiodiagnóstico, tomografías y resonancias. Son estudios muy costosos con los que el hospital no cuenta ni los pacientes pueden costear. “Repito —dice el doctor Sotillo— en el J.M. no hay tomógrafo, resonador ni un equipo de rayos X sencillo. Cuando finalmente vienen los pacientes con las imágenes, su condición ya no es la misma”.
Esto es lo que explica que hace 10 años, Edgar Sotillo hacía 50 operaciones al mes en promedio y, ahora, si llega a 10, es mucho. Entre febrero y marzo de 2019, con los apagones que vivió el país, estuvieron cuatro semanas sin quirófanos porque se dañó la planta eléctrica. “No hubo ninguna muerte imputable a estas causas en esos días, pero sí nos limitó seriamente nuestro trabajo, puso a los niños en riesgo e hizo que se complicara más su cuadro clínico”.
En los últimos tiempos la situación se ha agravado. La bomba de agua de la torre de consultas está dañada desde el 7 de marzo. Los ascensores se dañaron un poco después y hasta mayo —cuando tuvo lugar esta entrevista— no hubo servicio de agua corriente en la consulta. Pacientes y médicos suben por las escaleras. Muchos servicios han tenido que suspender la consulta. El consultorio del doctor Sotillo está en el piso 7 y muchos de sus pacientes acuden en sillas de ruedas, de manera que ha optado por atenderlos en el área de hospitalización. No tiene corazón, comenta, para decirles a unos padres que han salido a las 4:00 de la mañana desde los Valles del Tuy, dando tumbos en el metro, para llevar a su hijo en silla de ruedas a consultas, que se vayan porque no hay ascensor.
Si el paciente necesita un material especial, como sistema de derivación ventrículoperitoneal (en casos de hidrocefalia), material para craneoplastia (tumores óseos y defectos craneales), craneotomos neumáticos (craneosisnostosis), el hospital no los tiene. Los pacientes tienen que alquilarlos o comprarlos y todo está cotizado en dólares. La gran mayoría debe apelar a las fundaciones para financiar sus insumos. Pero aún si los consiguieran, la suma de los atrasos puede posponer el acto quirúrgico por un semestre… si no murieron en el camino, que es lo que ocurre con los casos graves. “Son cirugías muy delicadas”, enfatiza el doctor Sotillo. “No son hernias ni amígdalas inflamadas. Estamos hablando del sistema nervioso central, el cerebro y la médula espinal”.
—Doctor, en el hospital J. M. de los Ríos, ¿ha muerto algún paciente por falta de personal o de insumos?
Estamos hablando del área de Neurocirugía, donde, como ha explicado, hay tres condiciones que comprometen la vida del paciente si no se actúa con rapidez: hidrocefalia, traumatismos craneoencefálicos y tumores cerebrales.
—Para hidrocefalia, si no tengo la válvula, le pongo un drenaje ventricular externo, y si no tengo el drenaje, le hago punciones transcraneales para descomprimir. Si no puedo operar el tumor, le administro fármacos antiinflamatorios potentes. Y ante casos de traumatismo, si no tengo quirófano, puedo hacer un trépano de emergencia en el área de UCI, así dreno el hematoma, o hago curas compresivas para detener la hemorragia mientras programo la cirugía. Si no tengo quirófano, el paciente es referido a otro centro. Todas estas cosas las he hecho, como también he apelado a técnicas e instrumentales del siglo 19, y esto es literal. Todo lo he hecho. Porque hay un paciente que nos necesita. Y hay un neurocirujano capacitado para atenderlo, con responsabilidad y principios éticos, que soy yo.
La respuesta es no.
El doctor Edgar Sotillo es médico venezolano.
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