Eimily Aguiar es quizás una de las madres que más tiempo tiene acudiendo cotidianamente al Hospital J.M. de los Ríos. Eliécer, su niño menor, está venciendo la muerte desde que tenía 45 días de nacido, y continúa haciéndolo a sus 11 años, de los cuales los últimos 5 debe dializarse dos veces por semana. Ella convive con el miedo por el riesgo que supone el solo hecho de entrar a la sala donde una máquina hará el trabajo que los riñones de su hijito no pueden hacer.
Yohana Marra
Fotos: Karina Salas
Cada vez que Eimily Aguiar deja a su hijo menor en el Servicio de Hemodiálisis del Hospital J.M. de Los Ríos se lo encomienda a Dios, al doctor José Gregorio Hernández y al Nazareno. Siempre siente miedo. Ya el simple hecho de entrar ahí es un riesgo. Otros niños han fallecido por atravesar esa puerta de vidrio desde la que solo se alcanza a ver un pasillo casi vacío.
Dos veces por semana, desde las 7:30 de la mañana hasta las 12:00 del mediodía, el corazón de Eimily se conecta a la máquina de diálisis junto a su hijo. Los riñones de Eliécer no depuran la sangre ni pueden realizar su proceso normal. Esa máquina lo hace en su lugar.
Vestido con un pijama de peloticas deportivas, Eliécer comienza su preparación ya ritual, casi dopado por el sueño. En el Servicio de Hemodiálisis hace mucho frío, por eso su mamá lo viste de mono y mangas largas, medias, pantuflas, y lo cubre con una cobija muy gruesa.
Aparenta 8 años, aunque en septiembre cumplirá 12. Su piel es tostada, sus largas y pobladas pestañas resaltan en sus ojos color negro. Luce poco su linda sonrisa, la que siempre tiene, escondida tras una mascarilla.
Las cicatrices en su pecho se dejan ver tras su camisa. Son el recuerdo de su constante lucha por vivir.
Todos los martes y jueves, Eimily Kariby Aguiar Angulo se despierta religiosamente a las 3:40 de la madrugada. La alarma la levanta de la cama a actuar con la rigidez de un soldado. Prepara el desayuno, guarda el almuerzo que cocinó la noche anterior y alista el bolso color fucsia que la lleva a su guerra cotidiana.
Toma una ducha, se viste y por último despierta a Eliécer José para arrancar hacia Caracas. Los espera un camino de hora y media. Por eso deja su casa a las 4:30, cuando el sol está lejos de asomarse.
Con el bulto a su espalda, carga los 20 kilos y 500 gramos que pesa Eliécer para subir las 72 escaleras que la llevan a la vía principal del barrio Vista al Mar, en Catia la Mar. Ya en la cima, jadeando por el esfuerzo de su delgado cuerpo, espera con paciencia a que pase un jeep. Si tiene suerte llegará en media hora; de lo contrario le tocará caminar, con el niño en sus brazos, un largo trecho hasta el terminal, de donde parte su recorrido de más de 42 kilómetros hasta Caracas.
Eliécer tiene problemas para caminar, sus rodillas chocan y siente un dolor intenso hasta los tobillos. Esta deformidad, que es irreversible, es otra de las consecuencias del mal funcionamiento de sus riñones. Hace un año dejó de tomar Zemplar, el medicamento que lo ayuda a regular la paratohormona, porque no se consigue en el país. Por eso Eimily lo arrulla como un bebé.
Él le dice: “Mami, yo puedo caminar”, pero se queja y, en su cara, se ve que le duele. Además, se cansa muy rápido. Ella lo carga la mayoría de las veces. Y es difícil porque lleva un morral muy pesado, más una bolsa con algo de comida que consiga comprar por ahí.
Los riñones intervienen en el metabolismo del calcio, el fósforo, la vitamina D y los electrolitos, y si estos no funcionan se altera la paratohormona. Es lo que los médicos denominan enfermedad adinámica del hueso. Belén Arteaga, pediatra nefrólogo y jefa del Servicio de Nefrología del Hospital J.M. de los Ríos, comenta que es más frecuente en los niños porque están en su proceso de crecimiento. “La mayoría de los niños que son pacientes renales tienen deformidad en los huesos, en mayor o menor grado, y eso les produce mucho dolor”.
Eliécer nació el 9 de septiembre de 2006. Cuando apenas tenía 11 días en este mundo conoció un hospital por primera vez y, desde entonces, no ha salido de uno en casi 12 años. Recién nacido, su madre le notó llagas en el cuerpo y corrió al Hospital Vargas de La Guaira. Tenía alteraciones en el sodio, el potasio, la urea y la creatinina.
—Estuvimos 12 días buscando para llevarlo a un hospital que tuviera terapia neonatal. Nos fuimos al Pérez Carreño y ahí estuvimos 15 días, pero no había nefrólogo y terminamos en el J.M. de los Ríos, donde permaneció por cinco meses. Hasta pasamos el 31 de diciembre ahí. Entré con él como un bebecito y salí con Eliécer grande.
Eimily conoció el poder de la fe gracias a su pequeño. Con pocas semanas de nacimiento estuvo intubado en terapia intensiva por una neumonía. Los daños en sus riñones comenzaron porque tenía una vejiga neurogénica, muy pequeña. Sus plaquetas estaban tan pero tan bajas que le sobrevenían hemorragias.
—Con un mes y medio de nacido los doctores me decían que no iba a sobrevivir.
Pero venció la muerte con solo 45 días de vida.
A sus 22 años, Eimily tuvo que aprender a aplicarle la diálisis peritoneal en su casa, todos los días, durante 13 horas. También conoció los cuidados que debía tener: el cuarto limpio como una taza de cristal, solo con la cama, el lavamanos y un televisor.
—Yo sola le hacía el tratamiento. En ese entonces los equipos me los donó una empresa. Él tenía un catéter en la barriguita, así estuvo por siete años.
Eimily ha batallado sola con la enfermedad de Eliécer; apenas con la compañía de su otra hija, una adolescente de 14 años. Al abuelo de sus hijos lo vio una única vez en su vida, cuando tenía 17 años, y tampoco recibe apoyo de su madre. No puede trabajar porque se dedica exclusivamente a Eliécer. No tiene pareja. Sobrevive de los bonos que le deposita el gobierno y de la ayuda esporádica de uno de sus cuatro hermanos, que le sirven para comprar un poco de pollo, arroz o harina. Al papá de Eliécer no lo ha vuelto a ver desde hace un año, cuando en una discusión por dinero él le gritó frente al niño que prefería estar preso que cuidarlo.
Eimily tuvo a su primera hija, Elainer, a los 20 años. Su papá, que no es el mismo de Eliécer, sufre de Parkinson y tampoco le echa una mano con dinero. La jovencita estudia 4to año y en sus tiempos libres trabaja en una venta de loterías. De esa forma se hace con dinero en efectivo para los gastos de transporte. Eimily siempre se sienta a Eliécer en las piernas para pagar un solo pasaje. A veces sencillamente no tiene dinero y se baja sin pagar.
Su rostro luce cansado y con poco maquillaje. Tiene 34 años. Es delgada, de tez clara y su cabello largo azabache lo amarra con una cola verde, que adorna con unos ganchitos que le sostienen la pollina. A pesar de la dura vida que lleva aún se permite gestos de coquetería femenina. Cuida su manera de vestir combinando su ropa y utiliza crema perfumada. En sus sandalias marrones exhibe sus finos dedos que pintó con esmalte, al igual que sus manos, aunque las labores domésticas ya han carcomido el rosa claro.
Detrás de su sonrisa permanente esconde las preocupaciones, que solo le cuenta a su almohada porque no tiene amigas. Lleva la cuenta con precisión: son 10 catéteres los que le han colocado a su hijo y 14 las veces que ha pasado por un quirófano.
¿Llorar? Sí, lo hace, pero Eliécer nunca la ve. “Él es mi fuerza, mientras mi hijo aguante seré fuerte y cuando me agobio busco el impulso en él. Yo pienso mucho, mientras él está en diálisis rezo para que todo salga bien, porque he visto morir a tantos niños por una tontería, niños que se veían muy bien”.
—¿Y en qué piensas?
—En cómo sería nuestra vida si Eliécer no tuviera esta enfermedad. Iría al colegio, comería chucherías, corriera, jugara, pudiera tomar bastante agua, llevara una vida normal. Y si yo tuviera un trabajo podría darles todas las comodidades a mis dos hijos.
En 2014, cuando Eliécer cumplió 7 años, lo operaron de la vejiga y le cortaron 25 centímetros del intestino. De inmediato los doctores le advirtieron a Eimily que necesitaría diálisis hasta que consiguiera a un donante de riñón. Desde hace cinco años van dos veces por semana al J.M. de los Ríos.
—Estuvo dos meses hospitalizado. Se le infectó el catéter y además le dio su primera pancreatitis. Fueron 18 días sin comer ni tomar agua, bajó entre 10 y 15 kilos. Me acuerdo que mi pobre hijo se quedaba dormido masticando una gasa mojada.
Y un año después, en 2015, Dios y la corte santera a la que tanto le pidió le concedió el milagro: un trasplante de riñón.
Aquel 16 de julio entró al quirófano a las 2:00 de la tarde y después de cinco horas fue que Eimily pudo verlo.
Todo había salido bien.
Tres días después tuvo un derrame interno y su presión arterial se disparó. La madre podía sentir su sufrimiento nada más en su mirada. En todos los años de enfermedad nunca lo había visto así.
A las 5:30 de la mañana del día siguiente convulsionó. Las enfermeras entraron a la habitación y vieron cómo la fortaleza de Eimily se derrumbaba. La hemoglobina de su hijo había bajado de 11 a 6 y en el lado izquierdo de su abdomen, donde lo cortaron para hacerle el trasplante, había aparecido un hematoma.
Tres días después le sobrevino otro derrame.
—¡Mamá, no aguanto! ¡Que me quiten esto, me está matando! —le gritaba su niño.
Los doctores decidieron llevarlo al quirófano nuevamente. Luego de dos horas de infinita espera, le informaron a Eimily que Eliécer había rechazado el riñón.
Ella no hallaba las palabras para contarle al niño la verdad. Hasta que se lo dijo sin rodeos.
—Hijo, te quitaron el riñón, no funcionó.
—No me importa mamá, no me importa.
Estuvo 21 días sin ingerir agua ni alimento. En un cuaderno escribió los números del 1 hasta el 3 mil. Ella trataba de hablarle y él solo le decía que estaba bien.
Tres años después Eliécer sigue a la espera de otro donante de un riñón, que por ahora no será posible. El 19 mayo de 2017, la Fundación Venezolana de Trasplantes de Órganos, Tejidos y Células (Fundavene) anunció, a través de un comunicado, que quedaban suspendidos “temporalmente” los trasplantes. Desde octubre de 2018, 33 niños en este centro no han podido recibirlos. Y de 15 máquinas de hemodiálisis, necesarias mientras esperan, 5 están fuera de servicio. Según la doctora Belén Arteaga no hay medicamentos de inmunosupresión y por lo tanto no se les puede garantizar tratamiento ante una eventual complicación.
Mientras, Eimily y Eliécer siguen en la lucha. Solo puede ingerir 300 cc de líquido al día, casi lo equivalente a un vaso de agua. De ello depende que entre en mejores condiciones a la diálisis.
—A veces me dice que prefiere tomarse todas las pastillas juntas para tomar más agua. En una ocasión llegó con sobrecarga a la diálisis y hablé con él. Me confesó que mientras se duchaba abría la boca para tomar agua.
Además Eliécer es hipertenso, toma al menos siete medicamentos que Eimily ha conseguido que le donen, y hace un año contrajo hepatitis C durante una transfusión de sangre. Su situación es delicada aunque se vea bien.
Cuando sale del tratamiento, su mamá está en la sala de espera, acompañada por los padres de cinco niños más que conforman el grupo de los martes y jueves. Todos tienen viandas con comida porque salen hambrientos. Eimily le preparó a su hijo una pasta, que devoró en cuestión de minutos sentado en una pequeña silla roja aún con su pijama deportivo. Luego se comió una arepa que sacó de un papel de aluminio y cerró el banquete con unos trocitos de carne y arroz que le regalaron.
Aunque Eliécer es callado, esporádicamente suelta carcajadas con uno de los amiguitos que come a su lado. Tres niñas están en sillas de ruedas y se pasean por la tenue y muy limpia sala de espera de paredes verdes. Otros pequeños lloran irritados por el malestar que les produce la fiebre, acostados a lo largo de unas sillas metálicas. Algunos usan pañales a pesar de ser ya grandes.
Después de comer, Eliécer ayuda a su mamá, mientras ella dobla la gruesa cobija y le saca del bolso la ropa con la que se marchará a casa. Se quita el mono y la camisa del pijama, frente a todos. Cuando dobla su torso para sacar el pantalón de sus pies, su columna se deja ver tras su delgadez.
Luego de ponerse un blue jean y una camisa verde militar, él mismo cubre su boca con una mascarilla azul de muñequitos. Y caminando al paso balanceado que le permiten sus rodillas, toma la mano de Eimily para regresar a casa.
—No estoy preparada para que Eliécer muera, aunque él haya pasado por tanto tantas veces. Todas las noches le pido a Dios para que no me haga pasar por ese mal momento. Sé que no ha sido su momento de partir.
Eliécer camina hasta que se cansa y su mamá lo carga. En pocos días volverán, como todos los martes y jueves, al Servicio de Hemodiálisis a vencer la muerte una vez más.
—La vida de mi hijo será hasta que él y su cuerpo aguanten.
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