Desde hace 31 años, Zaida Villarroel labora en el Servicio de Trabajo Social del Hospital José Manuel de los Ríos. En 2009 se convirtió en la jefa de ese equipo que debe ofrecer a los pacientes y a sus familiares opciones para encontrar medicinas, alimentos, exámenes médicos especializados que el hospital no puede proveer. Eso dice la teoría que, cada vez más, les cuesta llevar a la práctica.
Oscar Medina
Fotos: Irama Gómez
Abre la carpeta y comienza a pasar diplomas, certificados. Y las fechas en esos papeles rígidos, bien conservados, hablan de una vida, de una época, de un país que ya no es.
1990. “Gobernación del Distrito Federal”, se lee. 1992. 1998. 1999. Y así.
En el gesto hay una mezcla: un poco de timidez, otro poco de orgullo. Y sorpresa.
Hablemos del orgullo: ahí está el reconocimiento que le dieron cuando ayudó a organizar el Grupo de Voces del Servicio de Oncología del Hospital de Niños JM de los Ríos. Lo firman la doctora Marianella Rodríguez Siso —entonces jefa del servicio— y el profesor José Romero, director de la coral.
Era una coral formada por adolescentes con cáncer. Romero se encargó de seleccionarlos, de enseñarles, de organizar los ensayos, de afinar aquellas voces.
—Ese muchacho sí tenía paciencia…
Y el 6 de diciembre de 1996 montaron un concierto en el auditorio del hospital. “Fue un momento hermoso”, se entusiasma: “Y después la doctora los llevó a otros hospitales a cantar”.
¿Y qué pasó luego? Que se acabó. Es lo que muchas veces ocurre con las historias de estos tipos de cáncer: los “pacienticos” —como los llama— un día ya dejan de estar. Y la coral queda en el recuerdo.
Zaida Villarroel atesora ese momento en especial. Y habla de esto con una especie de media sonrisa que quiere reflejar la calma de quien entiende lo inevitable.
Otras memorias se disparan mientras pasa los diplomas, los reconocimientos, los certificados. Los años. La sorpresa: “¿Yo hice todo esto?”.
No quería ser trabajadora social. Esa es la verdad.
Hace 63 años —el 22 de diciembre— nació en un campo petrolero de Monagas llamado Miraflores Quiriquire. Pero Zaida quería algo que no podía conseguir en ese pueblo: estudiar una carrera, tener un título universitario, hacerse profesional.
A los 19 se mudó a Valencia y comenzó Relaciones Industriales en la Universidad de Carabobo. Pero no terminaba de adaptarse a la ciudad, a las maneras de la gente.
En lugar de volver a casa se fue más lejos: a Caracas. Tenía la intención de continuar Relaciones Industriales en la Universidad Central de Venezuela o hacer Psicología.
—Pero me ofrecieron Trabajo Social y en 1982 ya estaba estudiando. Era una chama y fue difícil porque estaba sola y cuando uno es de esos campos petroleros los padres te sobreprotegen. Al principio viví con familiares, pero después me fui a una residencia en El Valle. Primera vez que me tocaba vivir con gente que no era de mi familia y era raro eso de tener que marcar tu comida, tener tus cosas aparte…
Del matrimonio de Luisa y Leonardo Villarroel nacieron nueve hijos.
—Mi papá era obrero de la industria petrolera y con eso nos criamos y casi todos somos profesionales. Uno de mis hermanos falleció. Un linfoma No Hodkin. En nueve meses… Mi mamá no pudo soportar el dolor y al año y medio murió. De eso hace ya cuatro años. Papá sí está vivo, a punto de cumplir 100 años.
Zaida hizo su tesis sobre los factores que inciden en el maltrato infantil, se graduó y, en 1988 —“un abril” — entró al JM de los Ríos.
—Y hasta el sol de hoy.
Fue allí, en el hospital, donde se “enamoró” de la carrera que había estudiado y también de José Zambrano, su pareja desde 1998. Entró como trabajadora social del servicio de Hemato Oncología. “Jovencita, recién graduada. Nunca había tenido un empleo. Te podrás imaginar”. Empezó entonces a relacionarse con los pacientes, con esos niños, con sus familias. A elaborar los estudios sobre las condiciones económicas de los padres que acababan de conocer el diagnóstico que nadie quiere recibir: un hijo con cáncer.
—Lo más doloroso es ver a los adolescentes: tienen tantas ganas de vivir…
Y vuelven los recuerdos.
—A los dos meses fui a una reunión en el oncológico Luis Razzeti, una junta médica para analizar un caso. Por primera vez en mi vida me tocó conocer a un pacientico que tenía un retinoblastoma. Fue muy duro. Luego fui al funeral de otro pacientico. Yo lloraba… La directora del servicio me dijo que no podía hacer esas cosas, que así la iba a pasar muy mal. Me enseñó que en este trabajo hay que hacer una coraza. Eso lo tuve que aprender en ese momento. Y pasé 11 años como trabajadora social en oncología. Hice mi trabajo, encontré que era mi misión de vida. Y fíjate, lo que me pasó después…
Un día le tocó a ella recibir el diagnóstico: carcinoma en la mama izquierda. Fue en febrero de 2017, ya en su condición de jefa del Servicio de Trabajo Social del hospital.
—La radióloga lloraba cuando me leyó el informe. Pero me propuse manejarlo de la mejor manera.
Se lo trató en el Hospital de Clínicas Caracas, con el doctor Juan José Rodríguez. La primera dosis de quimioterapia se pautó para mayo. Zaida dice que no cuando se le pregunta si es religiosa. Pero lo es, a su manera. Hace ya muchos años que va a misa en la iglesia de La Candelaria. Y antes de comenzar el tratamiento decidió hablar con el cura: “Pídele a Jesús de la Misericordia”, le dijo el sacerdote. Y ella fue, buscando aferrarse a algo, con ese miedo que se instala en el ánimo cuando te dicen que tienes cáncer. Rezó ante la imagen. Y se enrumbó a la clínica.
La segunda dosis era un mes más tarde, en junio. Pasó por la iglesia, rezó nuevamente. Y pidió algo especial: “Jesusito, dame una muestra de que todo está bien”.
Que esto no se lo cuenta a todo el mundo, advierte. Lo comparte con quien pregunta. O le da “testimonio” a quien le resulte de utilidad. Zaida salió de la iglesia haciéndose un reproche: “Estoy pidiendo una muestra y apenas voy por la segunda quimio”.
Decidió comprar algo para prepararse una sopa en el almuerzo y al acercarse al puesto de verduras vio, posada sobre el ocumo blanco, una estampita de Jesús de la Misericordia.
—Por microsegundos vi los ocumos como si fueran nubes muy, muy blancas. Todo brillaba. Fue algo rapidísimo. Y agarré la estampita, la metí en mi cartera y me fui. Todavía la tengo ahí.
Después de revisarla, de auscultarla, el doctor tocaba y tocaba y no encontraba el bulto. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué está pasando? El hombre gritaba, cuenta ella. Y hasta su esposo, sentado afuera del consultorio, se asustó. “Tócate”, le dijo el oncólogo. Y ella misma buscó y buscó: no había bulto.
—De repente me acordé de la estampita —dice y sonríe—. Le conté lo que me había pasado en la mañana. El doctor, formado en la ciencia, se quedó mudo un rato. Y soltó: “Se han visto casos”.
Zaida continuó el tratamiento, el protocolo correspondiente, con quimio y radioterapia. Y fue declarada en remisión.
—El padre me dijo que tenía que dar testimonio. Lo hago, pero cuando siento que es el momento, que hay algo especial, que la otra persona tiene alguna conexión con Jesús de la Misericordia o cuando creo que le puede ayudar en algo que le esté pasando.
En esta oficina entiendes rápidamente que la mano femenina logra prodigios cuando se lo propone. Es un espacio amplio el del Servicio de Trabajo Social del JM de los Ríos. Pero con apenas lo suficiente para la labor. Hay un mobiliario que acumula años, dos aparatos de aire acondicionado que por suerte funcionan, una sola computadora, tres o cuatro cubículos habilitados para recibir a las familias de los pacientes, en una esquina ocho archivadores con las historias y evaluaciones de los casos procesados por el equipo de trabajadoras sociales: cientos de ellos, todos escritos a mano.
Hay también una fotocopiadora con un letrero que dice “Dañada”, una nevera, un microondas, una cafetera y un fax. Pero también hay orden, limpieza y —por estos días— adornos navideños.
En una cartelera se ven mensajes, procedimientos y recortes de prensa.
—Ay, me viste como era yo antes: gorda.
Y sí: aparece en una foto del diario 2001 en la reseña de la entrega de juguetes donados por el Bloque Dearmas. La fecha es 7 de diciembre de 2011. Antes del cáncer, de la quimio, de la radio. De su milagro personal.
Las jornadas en su modesto despacho las pasa sentada al lado de una figura de José Gregorio Hernández de tamaño mediano.
—Tiene más de 35 años aquí. Lo donó una persona para una capilla que iban a hacerle en el hospital y como nunca se hizo, se quedó en el servicio. En los hospitales siempre hay cosas así porque las madres y los padres son muy creyentes. También a veces traen regalitos sencillos como muestra de agradecimiento. Yo les digo: no agradezcan, no se molesten, lo que tienen que hacer es traer a los niños cada vez que les toque consulta.
Eso es algo difícil. La mayor parte de las personas que atienden son del interior del país. Y les cuesta mucho venir. Entre los 45 casos atendidos en noviembre de 2019 hubo de Apure, Barinas, Bolívar, Guárico, Sucre, Portuguesa y Zulia. Y, claro, Miranda y Distrito Capital.
En realidad nada es fácil aquí. Zaida es la jefa del servicio desde el año 2009. Siete trabajadoras sociales y una secretaria: ese es el servicio. A finales de la década de los 80 podían ser 15 profesionales. Cuando asumió el cargo eran 10. Y antes de eso, el hospital llegó a contar con una trabajadora social por cada uno de sus más de 70 servicios.
Hoy son 7.
—Esto es gigante y el déficit de personal es horrible. En algún momento llegamos a atender en promedio cinco casos diarios por trabajadora, pero desde el año 2000 solo podemos con uno o dos.
Dar orientación calificada y especializada a los pacientes y a las familias para ofrecer soluciones a los problemas médicos-sociales es —según un folleto— lo que hace este equipo dirigido por Zaida. En la práctica, las personas son referidas al servicio por los médicos y aquí, tras evaluar los casos, podrían ayudar a resolver necesidades de medicinas, de alimentos, de estudios médicos especializados. E incluso encarar situaciones de violencia y abuso.
Podrían. Ellas quieren. La realidad se impone.
Zaida se resiste a la queja. “Es difícil”, dice como para concentrar todo en una idea breve. Muestra una historia reciente: el pacientico tiene un tumor y está en tratamiento desde el año 2015. Ya es un caso en fase de control, hay que hacerle una resonancia y no tienen el dinero para pagarla. En Trabajo Social entrevistan a los padres, toman nota de la situación familiar. La madre debe buscar presupuestos y ellas tocarán algunas puertas, harán algunas llamadas, para encontrar a alguien que haga la donación. Porque el dinero está en otra parte, no aquí. En realidad, tampoco es que haya mucho en esa otra parte: las fundaciones que colaboraban ya no pueden: la hiperinflación, la dolarización, eso que llaman “la situación-país”, las ha dejado exangües. Ya no hay muchas puertas para tocar.
—En este momento contamos con una sola fundación con recursos, pero solo para pacientes oncológicos. ¿Y qué hacemos con los demás niños?
En efecto, es difícil.
El primer presupuesto para esta resonancia fue de 25 millones de bolívares. Había que seguir buscando. Y se logró en 13 millones. “Eso fue un lunes. El jueves ya le habían hecho el estudio al pacientico”.
En otros tiempos la lista de apoyo llegó a ser de hasta 15 fundaciones, más los convenios directos con clínicas privadas y laboratorios y particulares que le preguntaban: “Zaida, ¿cómo ayudo?”. Eso se acabó: “Desde hace como cinco años la situación ha empeorado. Los donantes ya no tienen dinero”. Pero ellas siguen tratando.
—Hablo mucho, pero en verdad no me gusta hablar de mí. No sé hablar de mí. Por eso traje esta carpeta —dice con modestia, como para explicar que mostrar estos diplomas no es un asunto de ego—. Yo misma ni me acordaba de todas estas cosas. Las veo y vuelvo a darme cuenta de que el personal que entró aquí a partir de 2007 y 2008 no ha podido hacer lo que yo hice. Por eso trato de que ellas también aprendan lo que me enseñaron a mí.
Hay otros títulos que no están allí: el de la UCV, el que obtuvo por sacarse la espina de querer completar su formación en Relaciones Industriales ya no como técnico superior sino como licenciatura; el de Salud Pública cursado en el Hospital de El Algodonal; el Diplomado de Investigación en el Pedagógico de Caracas y el Postgrado en Gerencia de Servicios Asistenciales de Salud en la Universidad Católica Andrés Bello. Y hay ganas de estudiar algo más.
Y pocas de retirarse.
—Tengo 63 años y podría jubilarme. Pero me siento muy bien y estoy muy agradecida por lo que he vivido aquí. Y creo que todavía tengo ánimos para hacer cosas. El trabajo social de antes era diferente, el hospital era diferente. Me quiero ir cuando el hospital sea otro, no lo que es ahora. Y cuando mis compañeras puedan hacer el tipo de trabajo social que hacíamos en otros tiempos.
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