Ninoska González era miembro de la extinta Policía Metropolitana y un día acudió al Hospital José Manuel de los Ríos como parte de una comisión para resolver un robo de unas tuberías. No podía saber que al cabo de unos meses ese lugar comenzaría a marcar el curso de su vida. Tenía que llegar allí para redefinir su vocación y encontrarse de nuevo con el amor.
Raylí Luján
Fotos: Vladimir Marcano
—No te pegues con ningún niño, porque ellos son fugaces: están y de pronto no están.
Ninoska González escuchaba la advertencia que le hacían sus nuevos compañeros de trabajo y no entendía nada. No sabía exactamente adónde había llegado. ¿Dónde estaba? ¿Cómo es que el lugar donde transcurrirían buena parte de sus días era un edificio en el que los niños un día estaban y al otro día ya no? ¿Era un agujero negro? ¿O qué era?
Aquel día de 2005, Ninoska se encontraba en el Hospital José Manuel de los Ríos. Se estaba sumando al equipo de Seguridad de ese centro médico, el principal pediátrico de Venezuela. Había acudido allí por primera vez meses antes. No para la entrevista de trabajo, sino como parte de una comisión de la PM
Porque Ninoska era policía.
Comenzó a serlo cuando tenía 34 años. Luego de que a su esposo lo mataran unos malandros para robarle una moto, se vio sola con dos niñas de 5 y 6 años. Le preocupaba no tener con qué llevar la comida a su hogar. Por eso —y por el deseo ferviente de encontrar justicia a la muerte de su pareja—, decidió aplicar a la Policía Metropolitana. Y quedó.
Tenía poco más de un año allí cuando fue con otros policías al JM de los Ríos, donde se habían robado unas tuberías de medicina nuclear. Ellos debían investigar el hecho con miras a aprehender a los responsables. Ninoska era cautelosa en los interrogatorios. Un amigo suyo, antiguo compañero de clases de bachillerato que entonces era el encargado de seguridad en el hospital, lo notó. Y le agradó: le pareció que esa era la forma correcta de proceder en un operativo dentro de un hospital.
El robo no fue resuelto —finalmente el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas se encargó de continuar con el caso— pero luego el amigo de Ninoska la conminó a trabajar con él.
—¿Por qué no te vienes con nosotros? Yo te puedo poner a hablar con mi jefa, la directora Gisela Vargas —le dijo, luego de escucharla quejarse sobre lo difícil que le estaba resultando el trabajo como policía.
Debía enfrentar malandros. Algunos en Caricuao, la zona en la que vivía, la tenían amenazada.
Sí, la propuesta de su amigo le entusiasmó. Pero Ninoska no sabía si dejar la PM donde, a pesar de todo, tenía una estabilidad. Estaba indecisa; pensaba una y otra vez si se atrevería a dar el paso. En las semanas siguientes, sin embargo, se abrió a la posibilidad de explorar la oportunidad en el JM. Sobre todo, porque sentía que la inseguridad en Caracas estaba aumentando y que, como policía, corría riesgo. Lo que menos quería era dejar a sus nenas solas. Por aquellos días, un compañero muy cercano tuvo que enfrentarse a tiros con una banda delictiva que iba a arremeter contra todos los funcionarios. Y eso fue quizá lo que la empujó a tomar la decisión.
No valía la pena arriesgarse tanto.
—¿Lo pensaste ya? —le preguntó su amigo.
—Sí —respondió ella.
La citó a una reunión con la doctora Vargas. En el encuentro, la directora del JM le dijo que estaba encantada por la forma en la que había abordado al personal con sus preguntas en el operativo; y le propuso trabajar a medio tiempo acompañándola en sus actividades dentro y fuera del hospital: sería su sombra. En el otro medio día, si deseaba, podía continuar con su trabajo en la PM.
Ninoska aceptó.
Y tras un par de semanas acompañando a la directora del hospital, y cubriendo guardias de vigilancia en el JM, decidió que no quería seguir con los dos trabajos: entendió que tenía la oportunidad de dedicarle más tiempo a sus pequeñas —lo que tanto había deseado— y abandonó definitivamente la PM.
Predispuesta por las advertencias que le hicieron compañeros de no encariñarse con nadie, o tal vez porque estaba acostumbrada a desenvolverse en enfrentamientos contra criminales, Ninoska, al principio, era distante. Respondía con desdén, con el ceño fruncido. Le tocaba mantener el orden en el hospital: controlar los accesos, vigilar los pasillos y organizar a los pacientes que esperaban por las consultas.
Era rígida, inflexible. Ni siquiera admitía concesiones cuando veía a las madres con sus hijos prendidos en fiebre.
—No, mamá. Te toca hacer la cola desde atrás como todo el mundo —les respondía.
Notaba que otros vigilantes eran muy permisivos; y se los reclamaba.
Estaba convencida de que se trataba de tener mano dura. Incluso allí en la puerta, donde llegaban tantas madres urgidas de atención para sus pequeños. Una mañana, una de ellas en medio de su angustia, golpeó a un médico. Ninoska intentó defenderlo y empujó a la mujer con tanta fuerza que se cayó al piso con su hijo en brazos.
Luego de aquel episodio se sintió mal.
Tenía que pasar el tiempo, y presenciar la desesperación de quienes tienen una emergencia, para entender que en un hospital no funcionaba la severidad con la que se enfrentaba a los malandros. Que este era otro mundo. Uno donde la vida importaba. Veía a los niños morir, a sus madres llorar. Empezó a sentir que ella, si bien no tenía en sus manos la posibilidad de salvarlos, sí podía ser más compasiva. Más empática. Más sensible. Más compasiva. Un apoyo. Que era ella quien podía permitirle a una madre que dejara de esperar y que ingresara a su pequeño a la sala donde debían atenderlo.
Desde 2005 Ninoska sale muy temprano en la mañana de su casa, en el sector La Silsa, en el oeste de Caracas, rumbo al JM.
Ahora tiene más responsabilidades que cuando comenzó. Luego de cuatro años de servicio, la ascendieron a jefa del personal de seguridad. Tiene a 17 personas a su cargo a quienes les repite que su trabajo es valioso, que deben ser empáticos con la gente. Todo eso que pudo aprender con el tiempo.
“Cuando llegue alguna mamá con un niño que necesite pasar directo a la emergencia, deben permitírselo”.
“Si el paciente debe esperar un numerito para que lo atiendan, traten de que las mamás estén en calma y explíquenles que deben esperar”.
“Evalúen todo; a veces hay que ser flexibles”.
Les insiste en eso porque sabe que muchos de ellos no están preparados para integrar el equipo de seguridad. Quizá algunos ni les interese. Están allí por conexiones. O, como se dice llanamente, por “palanca”: una tía poderosa o un amigo con contactos en el gobierno los puso ahí.
Mientras camina por los pasillos del hospital, recuerda que ya son 14 años recorriéndolos, 14 años que parecen más por todo lo que le ha tocado vivir.
En 2008, por ejemplo, dice que vivió “un golpe duro” que tenía que ver con su trabajo: el robo de las tuberías en el Servicio de Oncología. Los niños con cáncer se quedaron sin sus quimioterapias. Ninoska indagó y supo que el responsable era uno de los trabajadores del hospital: un anciano que había perdido a su esposa recientemente y atravesaba una crisis económica. El hombre llevó todo lo que se robó a Pinto Salinas, un barrio al noroeste de Caracas. Ninoska junto a otros compañeros fue hasta allá. Preguntando a los vecinos, llegó al sitio exacto. El hombre le entregó todo. Y los niños pudieron recibir su quimio.
Aquel robo no ha sido el único, desde luego. Ninoska dice que ha habido muchos otros. Y que sabe que muchas veces quienes roban son personas a quienes saluda todos los días: gente del área de servicios generales, de mantenimiento y hasta de seguridad. Y dice que a veces los robos son descarados: se llevan medicamentos en cajas enormes. Sin mirar a los lados.
Debe haber complicidad interna, insiste Ninoska. Porque en el hospital hay una norma según la cual a todos los trabajadores que salen de la institución se les debe requisar para verificar que no se estén llevando nada.
Pero las puertas del JM no solo están custodiadas por los miembros del equipo de Ninoska.
Hay milicianos, integrantes de una suerte de ejército voluntario impulsado por Nicolás Maduro. Y hay funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana.
Cuando llegaron en 2011, supuestamente para reforzar la seguridad, no tardaron en retar a Ninoska y su grupo. Intentaron darles órdenes y hacerles creer que se apoderarían de sus cargos. Ninoska no se quedó de brazos cruzados: cada vez que los milicianos se dormían en sus puestos, los fotografiaba y se comunicaba con sus supervisores. Hacía informe de todas sus fallas y también se los enviaba a ellos. De tanto que les llamaban la atención, entendieron que su función era de apoyo, que el trabajo del personal de seguridad del hospital era irremplazable.
Como parte de sus funciones, Ninoska y su equipo debían acompañar las auditorías a los medicamentos que llegaban al hospital. Era una de las tareas que ella consideraba más importantes porque podía monitorear qué había. Pero en 2018 la que entonces era directora del hospital, Natalia Martinho, comenzó a impedírselo. Aquella gestión —que terminó en agosto de 2019 cuando la doctora murió a causa de una infección bacteriana— estuvo nublada por el incumplimiento de sus propias normativas. Ninoska cuenta que le resultaba cuesta arriba soportar los maltratos que profería contra trabajadores e incluso contra familiares de pacientes. Martinho no permitía que la requisaran antes de salir del hospital, como está establecido que debe hacerse.
—Si quieren me revisan el trasero —gritó una vez, en la puerta del hospital, mientras se negaba a abrir su bolso.
Ninoska y otra compañera de guardia levantaron un acta en contra de la directora. Pero esa acción no tuvo mayor trascendencia. Ninoska cuenta que su resistencia podía ser un indicador de que la doctora Martinho guardaba en su oficina medicinas como vancomicina, antibiótico de amplio espectro, que no eran distribuidas en el hospital.
En aquellos días, Ninoska ingresó a quirófano a una requisición por un supuesto robo de instrumentos. Días después, sintió como una bomba de agua en el oído y tenía fiebre muy alta. Eran síntomas de una severa otitis. En farmacia en la que les daban medicinas a los trabajadores, le comunicaron que no tenían nada que darle. Se recuperó porque encontró la medicina por su cuenta.
Podría decirse que el JM ha determinado el curso de la vida de Ninoska. Allí al fragor de tantas dificultades, ella no solo pudo reenfocar su vocación, sino que además se reencontró con el amor. En 2013 conoció a Jefferson Soto, un camillero del hospital. Comenzaron a coincidir en varias reuniones sociales de compañeros de trabajo. Compartían, hablaban. Eran conversaciones largas en las que empezaron a confiarse sus problemas personales. Y entonces, sin que se dieran cuenta, se produjo el flechazo: comenzaron una relación.
Ahora viven juntos.
Y es él quien más le insiste que debe tomarse las cosas en el JM con más calma.
—Ese hospital no es tuyo —le dice—, deja de estar peleando tanto. No te van a dar un premio por eso.
—Déjame. Yo voy a morir viejita en el hospital, yo voy a morir aquí con mis niños —responde ella.
Y lo dice con convicción. Sueña con ser algún día la directora del hospital. Después de todo, ya sabe cómo es el lugar al que llegó aquel día de 2005.
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