Después de cuatro hijos, entre los 11 y los 25 años, y con 39 años de edad, Suly García se quiso dar una segunda oportunidad de vida en pareja. No podía imaginar que ese deseo supondría un parto triple del cual solo se salvaría una de las niñas. Lo haría al costo de un número importante de enfermedades congénitas, que incluirían problemas con sus pulmones y su pequeño corazón. Juangely, que es el nombre de la pequeña, a quien su madre considera un milagro, es la paciente que viene de más lejos en el J.M. de los Ríos: el Alto Carinagua, en Amazonas.
Julio Materano
Fotos: Azalia Licon
A los 39 años de edad, cuando algunas mujeres sienten eclipsar su juventud, Suly García quiso darse una segunda oportunidad junto a Juan de Dios Bravo, un hombre cinco años menor que ella, que deseaba acompañarla en todas sus aspiraciones. Con cuatro hijos que entonces transitaban los 11, 16, 20 y 25 años, y una existencia que lucía resuelta, el afán de ella por rehacer su vida parecía una terquedad.
La oportunidad que pretendía la sorprendió teniendo tres meses de embarazo. No solo se convertiría en madre de una, sino de tres niñas. Pero el azar, quizá el destino, quebrantó sus planes. Una cardiopatía congénita crónica puso la existencia de sus niñas en cuenta regresiva mucho antes de nacer. Sus trillizas llegaron al mundo con el corazón deshecho, incompleto, con un remedo del músculo cardíaco.
—Tuve tres amenazas de aborto —resuella Suly con su hablar acompasado—, y los médicos jamás me advirtieron de su enfermedad. Quise tenerlas y lo asumí cuando supe que era un embarazo múltiple.
Trajo, sin pretenderlo exactamente así, a dos gemelas de 500 gramos cada una, más otra niña formada en un rincón distinto de su vientre, de 1 kilo 900 gramos. Las dos criaturas que compartían la misma placenta fallecieron, en partos diferentes, con una semana de diferencia. Sus corazones, abreviados, se detuvieron antes del primer sorbo de teta. La primera murió y nació la semana 27 de su gestación. Sí, porque todo ocurrió en ese orden. Era un parto anticipado y venía con su propia sentencia de muerte; la sangre dejó de irrigarse por su cuerpo. La siguiente sucumbió el mismo día en el cual insinuó su venida, pero en la semana 28. Apenas duró unas horas. La historia se repetía en el Hospital Doctor José Gregorio Hernández, en Puerto Ayacucho, porque Suly Yesenia García es una mujer de las cercanías de Alto Carinagua, una población próxima a la capital de Amazonas.
Solo una de sus hijas, la recibida el 17 de marzo de 2014, en lo que sería su tercer parto en poco más de un mes, pudo escurrirse de los brazos de la muerte, con 32 semanas de gestación. Aquel alumbramiento, a diferencia de los otros, fue atendido en la Clínica Venancio Camico, también de Puerto Ayacucho. Y desde entonces, los días de Suly han estado circundados por la condición de su niña, un diagnóstico que no expiró con la muerte de las otras dos.
Aunque en apariencia era solo una barriga, un solo sagrario de carne —como entienden algunas madres la tarea de concebir—, aquel embarazo, su oportunidad para edificar un nuevo hogar, resultó más bien un vendaval.
Solo 15 días después de su nacimiento, Juangely Alexandra fue referida al Cardiológico Infantil Gilberto Rodríguez Ochoa, en Caracas, donde inició la brega por su vida, como su madre encara desde entonces la tarea de visitar hospitales para practicarle exámenes, conseguir un antibiótico o anotarse para una consulta.
Juangely convive con 11 diagnósticos médicos, 11 enfermedades desmedidas, difíciles de mantener a raya, algunas con nombres difíciles de pronunciar. Tiene síndrome de Down, ventrículo único, un canal AB con comunicación interventricular pulmonar derecho y una cardiopatía cianógena compleja. Vive con una asfixia prolongada. Las cavidades de su corazón no se formaron, parece un túnel. Todo un cuadro azuzado por su retardo psicomotor.
El diagnóstico clínico lo completan la hiperuricosuria renal, que no es más que la eliminación exagerada de ácido úrico en la orina. También tiene problemas para alimentarse, devuelve la comida por la nariz, sufre de hipotiroidismo, de desnutrición severa, no genera anticuerpos y tiene problemas de plaquetas. Depende, en sus momentos de fatiga, de dos bombonas de oxígeno, que Suly debe recargar por lo menos dos veces por semana para que su hija pueda respirar. Los cilindros, que le fueron donados, son como pulmones portátiles, con una capacidad de 200 libras cada uno.
A sus 44 años, Suly carga pues con la severidad de lo que significa ser mamá de una niña con un corazón truncado. Ciertamente, hace rato que se estrenó en el papel de madre porque su primer hijo lo parió a los 17 años, pero se volvieron más profusas las exigencias. Es madre en Caracas, a 710 kilómetros de su casa, lejos de su familia. Ligada a la rutina de un caserío de caminos de tierra amarilla —de no más de 160 familias—, cercano a una comunidad piaroa en Amazonas, ha tenido que acostumbrarse a los desaires de la capital, donde el acceso a la salud es un ejercicio de resistencia.
Lleva años ejerciendo su rol de esa forma: desguarnecida, privada de aquella vida, de aquel hogar que aún no ha podido ser.
—Juan de Dios y yo tenemos nueve años juntos y tres de casados. Cuando quedé embarazada teníamos cuatro años de convivencia. Formalizamos nuestra unión un año después del nacimiento de Juangely. Fue un cambio para bien. Juan de Dios es ahora más preocupado, más sensible. Pero hay días en los que, no lo niego, me siento sola. Siempre consigo quien me eche una mano en el Hospital J.M. de los Ríos. Las mamás de los otros niños son mis compañeras y he aprendido a contenerme. Mi hija no es una carga, sino un aprendizaje, una razón para vivir.
La mirada de Suly es sostenida. Bate sus manos mientras habla, detalla el entorno y vuelve la atención sobre su hija. Conversa con ella. Ensayan su edad con los dedos, y alaba las líneas que la niña garabatea sobre una hoja de papel. La lleva a la escuela cuando su salud no peligra. Dice que se cansó de llorar. Lo afirma mientras intenta descifrar los desafíos de su vida en plena plaza La Concordia, en Caracas. Vive en Quinta Crespo, a pocos metros de allí, en la casa de otra mamá que conoció en el J.M. de los Ríos cuando recién llegó a la ciudad.
Juangely es tranquila. De momento, su mirada se torna esquiva y sus ademanes escurridizos. Cinco minutos después, la niña se comunica, balbucea frases, impaciente. Está notablemente inquieta y sus uñas lucen violeta. Eleva los pies, los alza con destreza hasta su cabeza y luego los abre. Parece una bailarina en el pequeño espacio de su coche.
No es una destreza accidental. Es parte de lo que la priva de caminar, y que se conoce en la literatura médica como hipotonía congénita o niña elástica. Tal vez sea su condición número 12. No está claro. Juangely se lleva la punta de su calzado a la boca, como si fuera un chupón, y llama a su madre por su nombre. Jadea. Su voz es ronca y su antojo no cede tregua. Está hambrienta.
—Suly, sopa —interrumpe la niña—. Dame sopa, Suly.
—Tiene hambre —dice la madre—. Lleva días queriendo tomar sopa. Y solo tengo panquecas para darle. Casi nunca puede cumplir la dieta. Sobrevivimos al día porque todo está carísimo. No puedo comprar nada.
Su esposo se gana los días como chofer de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y depende de una quincena. Ella, docente de preescolar, fuera de aula, con 19 años de servicio, no ha cobrado aún los aguinaldos del año pasado. El Ejecutivo nacional, que absorbió a los maestros en su entidad, le adeuda todas las quincenas de 2018 y relega sus reclamos.
—Los médicos me decían que no llegaría a los tres meses. Y yo siempre decía que era mentira, que ellos no son Dios para saber cuánto tiempo vivirá mi pequeña.
Hoy tiene 4 años.
Su lucha se precipitó cuando la bebé tenía tres meses de nacida y debía someterse, cuanto antes, a un cateterismo diagnóstico que le permitiría determinar la complejidad de su padecimiento. Pero el estudio, que ameritaba urgencia, llegó tardío, fue aplazado por la crisis hospitalaria que cobraba cuerpo entonces: la exploración de su sistema cardiovascular se hizo el 8 de enero de 2016 en el Cardiológico Infantil, más de dos años después de lo recomendado por los médicos.
—Juangely desarrolla mucha neumonía. Y eso ocurre porque devuelve los líquidos, los almacena en sus pulmones. Es la razón más frecuente de hospitalización y no podemos evitarlo, a no ser que se le trasplante un corazón nuevo.
Difícilmente puede ser operada en Venezuela. Su expectativa de vida depende también de un par de pulmones en buen estado que le permitan oxigenar su sangre. Pero ninguno de los trasplantes que necesita se practica en el país. Entre las posibilidades, los médicos hablan de Italia y Argentina, pero hasta ahora no ha recibido el apoyo que ella le ha pedido al gobierno.
Los días de Suly en Caracas no abarcan tanto más que procurarse lo básico: el plato de comida que aún no tiene, las medicinas que están por acabarse y el oxígeno del que depende su pequeña.
—Me duele mucho cuando mi hija me llama por mi nombre y me dice, con sus uñas y labios morados: “Suly, ayúdame. No puedo”.
Ella ha aprendido a identificar las tonalidades violeta que cubren su piel cada vez que le falla la respiración. El morado es el anticipo de un cuadro que casi siempre la doblega y la lleva hasta la cama. Ha llegado a registrar 40 de saturación, menos de los 100 ICC de una persona sana.
En julio de 2017, un paro respiratorio le arrebató la vida y los médicos de guardia en el hospital Doctor José Gregorio Hernández de Puerto Ayacucho la trajeron de vuelta.
—Le agradezco al doctor Jesús Marcano, su pediatra de cabecera, y al doctor Naveda, quienes la rescataron de ese cuadro. Pensé que la perdería. En esa ocasión estuvo internada durante 13 días.
Hoy debe pagar 70.000 bolívares semanalmente para recargar cada bombona de oxígeno. Y los cilindros no son bienes accesorios. Son los instrumentos de los que se vale para rescatar a Juangely del ahogo. Las noches desveladas de Suly son un vaivén con dirección a su cama. Después de tantos ensayos involuntarios, los primeros auxilios son lo más cercano a una maniobra doméstica de reanimación, para evitar que caiga en paro respiratorio. Suly realiza el procedimiento sin manual. Lo hace con exactitud, con el juicio de quien se acostumbró a tratar con la urgencia. Prepara el nebulizador, vierte 11 gotas de Budecort y 6 de Alovent. La nebuliza y remata con una bocanada de oxígeno. Y así hasta revertir el estrangulamiento que le impone a la niña su propio corazón.
Ahora, lleva 16 días hospitalizada en el J.M. de los Ríos. Tiene neumonía y batalla contra una infección intrahospitalaria. Una vía central, por donde recibe antibióticos, embarga su cuello. La interrupción de su tratamiento por cuenta de la escasez obligó a los médicos a prolongar su tiempo de reclusión para extender por 21 días el suministro de Vancomicina, Imipenem y Fluconazol. Juangely tiene el récord en hospitalización. En una ocasión llegó a estar todo un año en el J.M. de los Ríos, cuando una pseudomona atacó su sistema inmune.
Suly no se pregunta el porqué que, se supone, debe haber tras los designios de la vida. Su visión de sí misma transcurre al margen del “por qué a mí” y del enigma que, para algunas madres, recubre el cuadro de sus hijos enfermos. Quizás fue el encarcelamiento de su hijo mayor que sacudió su espíritu durante el embarazo de las trillizas —ella quería morir—. O quizás es la consecuencia de un sistema de salud venido a menos. El suyo siempre fue un embarazo de alto riesgo. Sangraba. Estuvo seis veces hospitalizada y pudo sufrir preeclampsia.
Por eso, todos los días ella le da gracias a Dios por tener a Juangely consigo. Porque para ella su hija es un milagro.
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