Judith Bront ha perdido la cuenta de los funerales de niños a los que ha asistido. De niños atendidos en el hospital J.M. de los Ríos, como su hijo Samuel, con quien pasó 12 años luchando para que sus riñones defectuosos le permitieran llevar una vida medianamente normal. Ese hospital pediátrico, el más importante del país, fue su casa y para ella continúa siéndolo. Ahora su lucha es otra: impedir que lo que ocurre ahí quede oculto en el silencio.
Milagros Socorro
Fotos: Gabriela Carrera
El conjunto es dramático. Los párpados maquillados de lila —a juego con la franelita sin mangas— y el cabello muy largo y liso, casi líquido. Va vestida con colores oscuros. El pantalón negro, la blusita color violeta y ese cabello derramado desde la coronilla como un manto luctuoso.
A cambio, su figura es compacta y atractiva. No sería de extrañar que tuviera un pasado atlético. Su carácter es vivaz. Es elocuente y en su pormenorizada exposición de los hechos no hay rastro de resentimiento. Por el contrario, no parece albergar hacia el mundo sino ternura y curiosidad. Si la vieras caminando por un centro comercial no pensarías que lleva por dentro un gran dolor ni que en su pasado hay una gesta de inmenso coraje. Pero no todo en Judith Bront Rodríguez es lo que parece. Para empezar, su cabello no es liso. “En realidad, es bastante ondulado”, confiesa. “Pero yo me lo estiro… mi familia es negra. Ahora, como tengo casi todo el tiempo libre, me lo plancho”.
Su figura y el aire olímpico son inexplicables. Judith ha pasado más tiempo en reclusión que muchos presos. Es como si el trayecto del borde de la cama a la mesilla donde tintineaban las jeringas le funcionara a ella como una rutina con entrenador personal. La realidad es que Judith pasó los últimos 12 años en los pasillos de un hospital y en la antesala de los pediatras. Sus músculos han debido adquirir tono en la espera de los servicios de diálisis y en el pugilato con los médicos que cada tanto tiempo le anunciaban la muerte inminente de su hijo.
Samuel Alejandro Becerra Bront nació el 19 de febrero de 2005 en el Hospital General Dr. José Ignacio Baldó, conocido como El Algodonal. Era el primer hijo de Judith y su esposo, Miguel Ángel Becerra, a quien conoció cuando estudiaba derecho en la Universidad Santa María. Judith es abogada. Tampoco lo dirías. No se sabe por qué, pero apostarías a que es profesional de cualquier otra cosa. ¡Psicóloga!, eso sí podría ser. Enfermera intensivista, tal es la levedad de su pisada, entrenada en mil noches de desvelo y sueño liviano. El asunto es que se casó con Miguel Ángel en 2004 y se instalaron en la casa de la madre de ella.
Este es otro cuento.
Ascensión Emira Rodríguez es de Yaguaraparo, estado Sucre, donde apenas si se adivinaban vestigios de un próspero pasado cacaotero. A los 15 años se fue a Caracas y consiguió trabajo como obrera. En una de esas fábricas conoció a Giselo Serafín Bront, quien, como Ascención, era sucrense y tenía muchas ganas de trabajar y un solo apellido. En su caso, el de un inglés que al parecer llegó a Irapa desde Trinidad.
Ya casada con Giselo Bront, Ascención renunció a la fábrica, pero no a ganar su dinerito. Se dedicó, entonces, a hacer comida y repostería para vender, y a comerciar con ropa. La pareja tuvo cuatro hijos. La mayor fue Judith Enoide, nacida el 10 de mayo de 1972.
La infancia de Judith transcurrió en El Junquito, donde hizo la primaria. La secundaria la cursó entre la Quebradita, en San Martín, donde la familia vivía en un apartamento, y el 23 de enero, adonde se mudaron luego, a una casa de un piso. Giselo construyó una segunda planta para su mujer y sus hijos; y cuando la familia creció, le agregó una tercera. Hizo bien, porque allí se acomodaría su hija mayor al casarse con Miguel Ángel Becerra, evento pautado para algún momento no lejano, porque estaban muy enamorados, pero que sobrevino porque ella quedó embarazada.
El embarazo de Judith fue muy tranquilo. “Todo normal”, apunta ella, quitándose el pelo de los hombros con un barrido circular del cuello. “Estábamos muy contentos”. El problema fue cuando nació Samuel. No lloró. Tenía peso y estatura normales, pero se quedó tan silencioso como cuando flotaba en el saco amniótico. Inmediatamente, lo llevaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Tenía dificultades para respirar, así que lo trasladaron al Hospital Materno Infantil de Caricuao. Mejoró de la insuficiencia pulmonar y en dos días se estabilizó, pero entonces advirtieron que en todo ese tiempo el bebé no había orinado. Le hicieron una ecografía renal y lo remitieron al Hospital de Niños Doctor José Manuel de los Ríos, conocido como J. M. de los Ríos, en la avenida Vollmer de San Bernardino. Judith y Miguel Ángel no podían saber que aquel lugar se convertiría en el paisaje habitual de la familia que componían con su bebé.
Intuían que algo no andaba bien, porque había mucho movimiento, pero cuando preguntaban se topaban con el hermetismo de los médicos. Judith estaba concentrada en sacar leche de sus pechos para que se la llevaran al bebé. Cuando Samuel tenía cuatro días en el Servicio de Nefrología del J.M. De Los Ríos —adonde había llegado cuando tenía cuatro días de nacido—, sus padres fueron impuestos de la situación. El niño tenía la uretra obstruida y eso le producía hidronefrosis. Sus riñones no funcionaban. A la semana de nacido lo operaron para aliviar la inflamación. Con la intervención, la hidronefrosis cedió, pero los riñones siguieron sin funcionar. En esa ocasión le pusieron su primer catéter para diálisis. A los diez días de nacido, Samuel tenía insuficiencia renal crónica y estaba condenado a la diálisis.
—No orinaba por el pipicito, sino por la sonda que le conectaron en la espalda —explica Judith—. Y, claro, era incontinente. Debíamos ponerle siempre un pañal en la espalda.
Tras un mes hospitalizado, les dieron el alta y se fueron a casa. Como el niño era tan delicado, Judith tuvo que someterse a una dieta especial para que su leche, que sería el único alimento de Samuel, no le produjera la menor alteración. Con la boleta de salida les dispararon el primer vaticinio perverso: Samuel podía morir de un momento a otro, y si lograba sobrevivir un tiempito, lo más probable era que no crecería.
Llegaron a su casa con un recién nacido de tres kilos cuyo pañal no se acuñaba entre las piernas sino que lo rodeaba como una empanada en papel secante.
—En dos meses éramos expertos —dice Judith. Sus ojos se llenan de lágrimas, pero en el café donde hacemos la entrevista no hay servilletas. Usa los dedos con maestría para enjugarse—. Mi madre nos ayudó mucho, sobre todo para bañarlo… con la sonda y el catéter.
Cuando regresaron al hospital para la consulta, Samuel era un bebé regordete con los cachetes inflados. Los médicos quedaron pasmados. Cada mes tenían que pasarse por allí. Al año y dos meses, lo operaron por segunda vez, ahora para corregirle la desviación, con lo que Samuel empezaría a aliviarse por vía natural.
—Hubo fiesta en casa —dice Judith—. ¡Samuel orinó!
Hasta el año y medio lo controlaron con la alimentación. Pero a partir de esa edad tendrían que hacerle a Samuel diálisis peritoneal en casa (tendrían que aprender a hacerlo). Estamos hablando de un procedimiento que toma 12 horas.
“El Seguro Social nos entregó la máquina y se lo hacíamos en la noche. Era complicado, pero eso le dio una vida normal y Samuel se desarrolló muy bien. Nosotros no teníamos una vida nocturna ni remotamente. Donde estuviéramos teníamos que salir corriendo para estar en casa antes de las 8:00, hora en que ya debía tener puestos los catéteres para conectarlo a la máquina. Le arreglamos un cuarto como de hospital, solo para la cama, la máquina, un lavamanos y un televisor. Éramos un equipo, los dos con tapabocas, mientras yo preparaba las soluciones y las líneas, su padre desinfectaba el cuarto. La primera vez nos tomó dos horas, pero en un par de semanas ya lo preparábamos todo en 25 minutos. Solo de verlo nos daba fuerzas. Samuel no era problemático. Siempre le pusimos límites. Le hicimos saber que tenía una condición y que debía tener mucho cuidado. Era independiente, disciplinado, ordenado y serio. Nada de pataletas. Por ejemplo, él no podía tomarse un vaso de agua. Jamás. Solo sorbos. Teníamos que estar pendientes de que no se extralimitara. Era una lucha, pero lo lográbamos. Entre todos”.
A los 4 años empezaron a prepararlo para un trasplante de riñón. Por esa época pasó de diálisis peritoneal a hemodiálisis, que debía hacerse tres veces por semana en el hospital.
—El 16 de diciembre de 2012, a las 3:00 de la tarde —recuerda Judith— nos llamaron para decirnos que había un riñón. Le harían el trasplante. Samuel tenía mucha esperanza. El 17 de diciembre, a las 12:00 de la noche, entró a pabellón. A las 6:00 de la mañana el sangrado no paraba. Lo pasaron a terapia intensiva y cuando salió estaba casi muerto. El urólogo se iba de vacaciones de Navidad y al despedirse nos dijo que no creía que nuestro hijo sobreviviría. Cuando regresó en enero, Samuel estaba corriendo por los pasillos del hospital.
Samuel tenía 7 años cuando trataron de hacerle el trasplante. Le extrajeron sus dos riñones… y el intento fracasó. No volvería a orinar y tampoco pudo tomar más líquidos. Nunca más. La situación se puso mucho peor. Le costó aceptar la realidad, pero lo hizo. Su piel se resecó y su abuela le ponía aceites para hidratarla. “No era fácil para nadie”, dice Judith. “Ni para él ni para nosotros, pero él llevaba la peor parte. Por lo menos, nosotros podíamos tomar agua”.
Le esperaban cinco años más de hemodiálisis.
A todas estas, Samuel iba a la escuela como cualquier niño. Era muy estricto con sus tareas. De hecho, pasaba más tiempo con sus cuadernos que sus compañeros porque le gustaba mucho escribir. A su madre le confesó su sueño. Sería escritor. Cabe afirmar que ya lo era, puesto que convertía el dolor en palabras y había aprendido a lidiar con la soledad del oficio. Era una persona seria. Solo faltaba a clases cuando estaba internado en el hospital, eventos que la verdad eran bastante frecuentes. Empezó a presentar procesos infecciosos muy recurrentes; y en muchas ocasiones el J.M. de Los Ríos no tenía el catéter correspondiente a su medida, lo que auguraba nuevas infecciones. Llegó un momento en que su vida dependía de la instalación de un catéter en el corazón. Los médicos advirtieron de los muchos peligros de semejante actuación, pero de esa también se recuperó. Claro que al cabo de un semestre ese catéter se había infectado también. Con mil complicaciones, Judith y Miguel Ángel lograron que Samuel fuera abordado por el corazón ¡seis veces! La última vez ocurrió después de que les dijeran que no lo harían, porque era seguro que el niño moriría en el quirófano. Ya entonces escaseaban los insumos médicos en los hospitales de Venezuela; les pidieron muchas cosas, difíciles de conseguir, y todo lo recabaron. La negativa persistía, entonces los padres fueron a la Presidencia de la República, en Miraflores; al Consejo de Protección de Niños y Adolescentes (o la LOPNA)…
—Prácticamente los obligamos a meterlo en el quirófano. Le pusieron un catéter que le extendió la vida por un año, al cabo del cual se infectó. Le daban fiebres muy altas.
En marzo de 2017, un mes después de cumplir 12 años, Samuel fue hospitalizado para ponerle antibióticos. Judith había advertido que los 9 niños que estaban con su hijo en hemodiálisis tenían fiebre y los mismos síntomas. En menos de una semana, 18 (de los 25 que eran sometidos a ese tratamiento en los distintos turnos) estaban hospitalizados también. Pero la institución no tenía antibióticos. Los familiares de los pacientes tenían que procurarlos… en un país donde ya no había antibióticos.
—Esa vez era diferente —evoca Judith—. Presentaban dolores en las articulaciones, escalofríos, agotamiento extremo.
Tras mucho indagar, a las madres de los pacientes les dijeron que a la planta de ósmosis no se le hacía mantenimiento desde hacía meses. Enviaron cartas a las autoridades. A todas. Hicieron denuncias. Protestaron. Trancaron calles… y cuando regresaban a la sala de espera del hospital, escuchaban a sus hijos gritando de dolor.
“Los seguían dializando, pero solo dos horas. Samuel requería cuatro. No había insumos. No había agua en el hospital (tenían que hacerla traer en cisternas). Ya Samuel no podía caminar. Todos perdieron mucho peso. Habían contraído la bacteria klebsiella. A comienzos de mayo murió Raziel Jaure, de 12 años. Recibían antibióticos vencidos y con suministro irregular”.
El 10 de mayo, día del cumpleaños de Judith, ella y su hijo comieron una tortica en el cuarto de hospital y a eso de las 10:00 de la noche se recogieron para dormir. A la medianoche, Samuel despertó a su madre. Se sentía mal, quería ir al baño. Judith llamó a la doctora de guardia, quien le tomó la tensión y sugirió que lo cambiaran de posición en la cama. Entonces, se quedó como dormido. La doctora llamó a los de Cuidados Intensivos, quienes vinieron al punto y se afanaron sobre el cuerpo del niño. A lo largo de su vida, Samuel había sido operado veinte veces. No por nada tenía el pecho cruzado de cicatrices. Judith pensó que en esta ocasión volverían a burlar al destino.
No fue así.
—La doctora me dijo que mi hijo había fallecido —dice Judith—. Me quedé con él en el cuarto. Abrazada a él. Sentía un dolor indescriptible y mucha rabia. Impotencia. Todavía pienso que pude hacer más o que alguien debió hacer más. Tengo recuerdos muy duros en mi mente, pero más son los hermosos. Samuel era el hijo que yo quería tener.
Judith siguió yendo al hospital. Ahora acude allí como miembro de Prepara Familia, una ONG creada en 2008 para contribuir con la prevención de las violencias contra las mujeres, así como dar apoyo a las madres y niños del Hospital J.M. de los Ríos. Al año de la muerte de Samuel, Judith ha perdido la cuenta de los funerales de niños a los que ha asistido. Ha visto sufrir a los pacientes y a sus familiares porque el hospital carece de reactivos para hacer pruebas de laboratorio. Supo que el techo del quirófano del J.M. se vino abajo un buen día. Ha sido testigo del hecho de que los niños que llegan como Samuel hace 12 años no duran ni un mes, porque no hay medicinas ni recursos para atenderlos. Para ella, regresar allí cada día es revivir episodios dolorosos, pero no deja de hacerlo porque está decidida a impedir que toda esa tragedia se haga invisible.
—Samuel me visita en sueños. Me dice que está muy bien. Aquella misma noche, me quedé dormida y lo vi. Me dijo: “¿Viste, mami, que ya no necesito la silla (de ruedas)?”. Yo entiendo que ya no está sufriendo, pero quiero tenerlo a mi lado. En 12 años solo nos separamos esa noche.
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